Primera versión en Rebelión el 29 de octubre de 2009
Bertolt Brecht dijo en una ocasión que si tuviera que apostar por tres libros del siglo XX destinados a formar parte de la literatura universal, uno de ellos sería sin duda Las aventuras del buen soldado Švejk de Jaroslav Hašek. Esta valoración tan extrema de un texto y un autor poco conocidos fuera del ámbito cultural centroeuropeo resulta sorprendente, pero la lectura de la obra obliga a admitir el fino olfato del gran poeta y dramaturgo alemán. El relato esperpéntico de las desventuras de Švejk en el ejército Austro-Húngaro enfrascado en la Gran Guerra es uno de los más brillantes exponentes de ese humor incisivo y sabio en literatura que marca la grandeza de Rabelais o Cervantes. El propio Švejk, que al principio simplemente nos divierte con su carácter disparatado, termina incorporándose al fin con pleno derecho a una galería universal de personajes que en su comportamiento extraño esconden una crítica certera del orden y las instituciones sociales. En el caso de Švejk, el blanco de sus burlas no podía ser otro que la corrupción extrema de un imperio que desplegaba sus últimas energías en una matanza espantosa.
Jaroslav Hašek nació en Praga en 1883 en una familia humilde y conoció oficios diversos en su juventud, como droguero, empleado de banca o vendedor de perros, pero el periodismo, la literatura y el anarquismo se convirtieron pronto en los resortes de su vida. Llamado a filas con el estallido de la guerra, es hecho prisionero por los rusos en 1915, incorporándose después a la legión checa que luchaba con la Entente por la independencia de Chequia. En 1917 se une a los bolcheviques, pero en 1920 regresa a su patria con la intención de dedicarse enteramente a la literatura y plasmar sus experiencias bélicas en un libro que reutilizaría el personaje de Švejk, creado por él en sus primeros relatos, para construir un retablo crítico e hilarante de la guerra. Es un trabajo que a su temprana muerte en 1923 dejaría inconcluso, con sólo tres volúmenes completos de los seis previstos para el libro.
“Así que nos han matado a Fernando” es la gloriosa frase inicial de la obra, con la que Švejk reacciona al asesinato del archiduque en Sarajevo (sigo la traducción reciente de Monika Zgustova para Galaxia-Gutenberg). Inmediatamente, Hašek nos presenta a su protagonista, que “una vez declarado idiota por la comisión médica militar había abandonado el servicio y vivía de la venta de perros, unos horribles monstruos híbridos para los cuales inventaba falsas genealogías” . El carácter de Švejk se muestra desde las primeras páginas: dicharachero y bobalicón, manifiesta una tendencia innata a enhebrar ante cualquier circunstancia sartas de sucesos ocurridos a conocidos suyos, que ofrece como un remedo de explicación. Con torpeza y simplicidad proverbiales, Švejk no para de meterse en líos y a ellos opone su verborrea como arsenal que ha de defenderlo contra los maleficios del mundo. El efecto es descacharrante. Švejk es detenido por una conversación en un bar, y a un oficial que le recrimina por su cara de estúpido le espeta: “No puedo hacer nada más. Me eximieron del servicio militar por estupidez y la comisión me declaró oficialmente idiota. ¡Soy un idiota oficial!” Tras un recorrido por prefecturas y comisarias y pasar una temporada en un manicomio, Švejk vuelve a casa. Poco después es llamado a filas.
La reincorporación de Švejk al ejército no puede ser más desdichada. Acusado de fingir una enfermedad para librarse del servicio es enviado al hospital militar y luego a una prisión. De allí es reclutado como asistente por el capellán militar Otto Katz, un caradura alcoholizado e histriónico que al final pierde a Švejk jugando a las cartas. Es así como nuestro héroe se convierte en asistente del teniente Lukáš, apacible y mujeriego, personaje que va a dar un contrapunto de racionalidad a las locuras de Švejk el resto del libro, en el que será perseguido por el afecto de Švejk como por una maldición. Cuando Švejk, utilizando sus viejos trucos, roba para Lukáš un perro perteneciente a un coronel y el crimen es descubierto, ambos son destinados a Budějovice, donde se formaban las unidades de combate del Imperio, con lo que concluye la primera parte del libro.
En la segunda parte, Švejk es retenido por accionar el freno de emergencia en el tren y luego vaga al azar hasta que consigue dar con su regimiento. Allí es arrestado, pero después vuelve como asistente de Lukáš. Un lío de faldas de éste, en el que a Švejk lo toca un papel nada glorioso, sirve para caricaturizar las rivalidades nacionales que existían en el Imperio, y hace al fin que los dos hombres sean incorporados a la compañía 11 que parte para el frente ruso. La tercera y lo que Hašek llegó a escribir de la cuarta parte del libro nos describen el convoy militar en camino hacia la línea de fuego, viaje interminable en que atraviesan Austria y Hungría y se internan en Galitzia. La lista de disparatados personajes que protagonizan esta última parte incluye tipos como el voluntario Marek, nombrado cronista del batallón y que se divierte hilvanando mentiras gloriosas, el pedante cadete Biegler, el atrabiliario subteniente Dub o el cocinero Jurajda, que antes de la guerra dirigía la revista ocultista “Misterios de la vida y de la muerte”. Los terribles paisajes que empiezan a aparecer aquí contrastan con el tono desenfadado del resto de la obra: “El tren avanzaba lentamente por los terraplenes acabados de construir, de manera que todo el batallón podía contemplar y saborear a placer todas las alegrías de la guerra, observar los cementerios militares que brillaban con sus cruces blancas en medio de los llanos y las laderas devastadas, comenzar a prepararse mentalmente para el campo de gloria que acabaría con una gorra llena de fango que se balancearía sobre una cruz blanca”.
Mientras busca alojamiento para su compañía, Švejk, con la lucidez que lo caracteriza, decide ponerse el uniforme abandonado por un prisionero ruso fugitivo que había sido sorprendido bañándose en un estanque. Los mismos gendarmes que persiguen a éste detienen a Švejk que se convierte así en un inverosímil prisionero ruso. No obstante, al poco es reintegrado a su compañía que sigue el avance hacia la línea de fuego. Unas páginas más adelante, la narración se interrumpe bruscamente.
Hašek nos presenta un cuadro de brutalidad, corrupción y cinismo en los mandos y estupidez en la tropa que resulta demoledor. Podemos decir que el autor se recrea con la violencia esperpéntica de su retrato, porque sabe que forzando levemente los tonos está enfocando el espíritu justo de aquella barbarie. La miseria de la guerra se expresa en diálogos absurdos de hombres idiotizados que se disponen valientemente a morir por un puñado de grandes mentiras. Encerrado en el cerco fatal, Švejk es un buen hombre que trata en cada momento de hacerlo todo lo mejor posible (dentro de su natural simpleza), pero las leyes de lo inevitable harán que todo salga siempre al revés. El recurso a sus ejemplos interminables se nos revela entonces como la desesperación del simple que busca penosamente la sabiduría. De todas formas, refugiado en sus buenas maneras, su retórica y sus recuerdos, Švejk parece haberse dotado de una inmunidad que lo lleva sonriente a través de la locura desatada.
El tono rabelaisiano que refleja toda la crudeza de la vida, los paisajes autobiográficos que dan autenticidad a la narración y un humor mordaz de carcajada que estalla a cada paso hacen de la lectura de este libro un placer irrepetible que se dilata hasta el triste e imprevisto final. Y estremece pensar que Hašek dictaba las hilarantes escenas que cierran la obra desde su lecho de muerte. Pero sin duda, fiel a su destino, gozaba en esos mismos momentos de la perfección de su retrato como el propio Švejk en su verborrea. Las aventuras del buen soldado Švejk, del que hay disponibles varias ediciones en castellano, es un demoledor alegato pacifista al que sin duda es necesario volver en este tiempo de espanto en que a los muñidores de guerras les conceden el premio Nobel de la paz. Su caricatura genial ofrece a cada paso generosa sabiduría: “Hay perros que están malcriados y viciados como un arzobispo”.