Primera versión en Rebelión el 9 de febrero de 2009
El sufrimiento de los inocentes nos asalta cada día. La violencia del poder se ceba en seres indefensos por todas partes. Ayer fue Gaza, de una forma tan brutal que hemos sentido revivir las peores imágenes que nos dejó el siglo pasado. En un instante se han hecho visibles para todos, aunque muchos no quieran verlos, decenios de exterminio y expoliación del pueblo palestino ocultos en una niebla de mentiras y propaganda. Pero el horror es universal. Sólo el hambre y la pobreza contabilizan cada año más víctimas que las que sucumbieron en los campos de exterminio nazis. Así ocurre inexorablemente año tras año. Y más dolorosa que esta crueldad es la indiferencia con la que hemos llegado a vivir nuestras vidas miserables puerta con puerta del holocausto. La historia no hace más que repetir en escenarios variados un horror perpetuo, y siempre se extiende un manto de silencio y de falacias alrededor.
Hay veces sin embargo que, huyendo del poder, un escritor se concentra en transmitir el sufrimiento de un momento histórico y lo logra plenamente. Un grito apremiante se deja oír entonces con las modulaciones del mejor arte. Se edita estos días una obra que resulta magistral en este sentido, Todo fluye de Vasili Grossman, con su retrato desolador de la Rusia que surgía del estalinismo (Galaxia Gutenberg, trad. de Marta Rebón). Es ésta la última novela de Grossman, compuesta entre 1955 y 1963, y fue publicada en 1989 en la URSS. Tras treinta años de reclusión en campos de trabajo, Iván Grigórievich llega al Moscú en el que Stalin acaba de morir. Sin apenas acción, la obra recoge el vagabundeo de Iván por una sociedad en la que no hay lugar para él y se centra sobre todo en una exploración de las entrañas morales de los ciudadanos del estado totalitario. La tesis del libro es que los que han sobrevivido y triunfado tienen una penosa deuda con las víctimas. La infinita capacidad de autojustificación del ser humano hará que ésta no sea reconocida nunca. La descripción de la vida y la muerte en los campos y una crónica de la hambruna de Ucrania en 1932 y 1933, relatada por la amante de Iván, Anna Serguéievna, que la vivió en toda su crudeza, llenan páginas terribles. Otra tesis del libro es que en la historia rusa hay una peligrosa correlación entre progreso y servidumbre. Pedro el Grande y Catalina II estimulan una modernización económica y un florecimiento del arte que se materializaron en el fortalecimiento de un régimen de esclavitud. Y tras un siglo XIX en que los intelectuales rusos reivindican la libertad, llega de nuevo la hora de un progreso material marcado por el absolutismo. Se pregunta Grossman: “¿Había pensado alguna vez Lenin mientras hacía la Revolución que no sólo Rusia no iba a seguir los pasos de la Europa socialista sino que además la esclavitud rusa escondida en ella iba a traspasar las fronteras y a convertirse en la antorcha que iluminara las nuevas vías de la humanidad?” Es sólo un inmenso dolor lo que llena el libro, el dolor sobre todo ante la ceguera del ser humano, presto siempre a explicar lo inexplicable y a olvidar. Recordando a las víctimas de la hambruna nos dice Grossman: “Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo.” Preguntas, sólo preguntas, y ninguna respuesta. Preguntas demasiado actuales.
Y escribiendo en aquel mismo tiempo, junto al genio que denuncia, el genio acomodaticio también. Alekséi Tolstói, tal vez el escritor más dotado de la Rusia soviética, maestro del relato histórico y pionero de la ciencia ficción, ejemplifica en una de sus obras fundamentales, la trilogía Tinieblas y amanecer sobre los años de la guerra civil rusa, lo que puede ser la claudicación del artista en un maridaje con el poder. La primera novela del ciclo, Las hermanas (1922), arranca en 1914. Katia y Dasha son jóvenes y hermosas y pertenecen a la mejor sociedad de Petersburgo. Su vida es el amor y la elegancia y flirteos con el arte más vanguardista y las filosofías más iconoclastas. Es un mundo que la guerra va a someter a la prueba más feroz: “Todo aquel ajetreo, el lujo, los teatros y hoteles repletos y las ruidosas calles inundadas de luz eléctrica, se hallaban protegidos de todos los peligros por el muro vivo de un ejército de doce millones de hombres que rezumaba sangre.” (Trad. de Jose Bento Molina. Editorial Progreso, Moscú 1976). La novela llega hasta los días que siguen a la revolución de Febrero, cuando las dos mujeres sellan su amor con Iván Ilich Teleguin y Vadim Petróvich Roschin, recién regresados del frente, caracteres diversos (noble y tranquilo Iván, inquieto y atormentado Vadim) que dominarán la acción de toda la saga. La escritura de la obra tiene una calidad tan extraordinaria que nos hace partícipes de un mundo agonizante, capaz sin embargo de renacer siempre en el idilio del hombre y la mujer.
La segunda novela del ciclo, 1918 (1928), comienza en los meses posteriores a la revolución de Octubre, cuando en Petersburgo, “en algún que otro escaparate veíase todavía ya un pedazo de queso, ya un pastelillo reseco, pero no hacían más que acentuar la nostalgia por la vida que había desaparecido. (…) A fines del año 17, Petersburgo infundía espanto.” Iván y Vadim toman partido, el primero por los rojos y el segundo por los blancos. Las acciones de guerra en el Kubán y el Don son lo esencial de la trama, con los rojos luchando en varios frentes cuando los alemanes comienzan en marzo una ofensiva. Nuevos personajes se incorporan, entre ellos generales blancos y rojos, y también el atamán anarquista Néstor Ivánovich Majnó. El hilo de una historia recreada con vigor permite encuentros fugaces entre unos hombres y mujeres que la guerra hace rodar por la ensangrentada tierra rusa.
Mañana sombría (1941), que cierra la trilogía, prolonga la acción hasta el invierno de 1920, cuando tras múltiples avatares los cuatro protagonistas se reúnen en Moscú. Es una historia inmersa en la atmósfera trágica de la guerra: “En la húmeda niebla matutina se encendió un relámpago. Se oyó el trueno de un cañonazo. El proyectil ululó alejándose… Inmediatamente, por los cerros y por la orilla del río restallaron disparos desordenados. Otro fogonazo, otro disparo de cañón, y delante, en la niebla, tableteó una ametralladora.” Un mundo en el que el presentimiento y la presencia de la muerte enseñorean: “Abajo en los muelles, se encendieron las agujas de los disparos de fusil. Y de pronto ocurrió lo que más temía Teleguin: una ametralladora tableteó apresuradamente. Lo mismo que siempre se le encogieron los dedos de los pies, como si en todo su cuerpo se contrajeran espasmódicamente los vasos sanguíneos.” O en otro fragmento: “Iván Gorá yacía de bruces, corpulento y largo; había caído tal como lo había sorprendido la bala que le atravesara el corazón, con los brazos extendidos, como si deseara abrazar toda la tierra, como si, aun después de muerto, no quisiera entregarla al enemigo.” Pero hay allí también un lugar para la ternura. En el cerco de Stalingrado que también es decisivo en la guerra civil, aunque entonces la ciudad se llamaba Tsaritsyn (hoy es Volgogrado), y en las cruentas luchas en que está a punto de dejar la piel varias veces, Iván Ilich lleva cuidadosamente envueltos en su magro equipaje “el perro y el gatito de porcelana que Dasha adoraba”, porque “Dasha siempre había sido indiferente hacia las bagatelas, pero aquellas dos figuritas de porcelana, el simpático gatito y el perrito dormido, de grandes orejas, le habían gustado mucho; se le antojaba que ellos mismos habían acudido en busca suya para que, en la vida grande, terrible y arruinada, sobre la que bogaban tormentosas nubes de ideas y pasiones, tuviera su pequeño mundo de inocentes sonrisas.”
Esta novela recibió el premio Stalin en 1943, y sin duda se hizo acreedora a él. El rigor histórico de las entregas anteriores deja paso aquí a una glorificación del vozhd que resulta bochornosa. Sólo él es “el vencedor de Denikin”, que con maniobras magistrales subsana la incompetencia del alto mando rojo. Majnó, que es un personaje importante de Mañana sombría, es presentado como un sujeto histriónico y desequilibrado que poco tiene que ver con la imagen que de él nos han dejado los que más le conocieron (como Volin o Piotr A. Arshínov). Alekséi Tolstói es un maestro en los retratos psicológicos y en el arte de novelar, y es capaz de presentar ambientes y situaciones con una tensión poética que nos sumerge en el mundo que recrea, convirtiendo la lectura de sus libros en una experiencia estética, pero hay que decir también que culmina su saga sobre la guerra civil con páginas de zafia propaganda. ¡Tanto nadar para morir en la orilla! Tinieblas y amanecer, título que es una traducción muy libre del original de la trilogía (Jozhdene po mukam, El camino del calvario o Via crucis), nos deja con una sensación agridulce. ¿Cómo se puede ser al mismo tiempo tan genial y tan rastrero? Pero acaso no es esto común, desde Virgilio o Dante hasta hoy. ¿A qué extrañarnos? Por otra parte, aunque es ésta una obra esencial de la literatura soviética, desgraciadamente los ejemplares de la única versión castellana existente, que citábamos antes, son hoy rarezas de coleccionista. ¿Se cobra así el poder de nuestro tiempo una deuda con el apologista de Stalin? ¿Tendrá esto algo que ver con que Grossman, incapaz de publicar en vida sus últimas obras en la Unión Soviética, sea editado a mansalva hoy y puesto en los cuernos de la luna por la crítica? Vemos la máquina rodar eternamente sobre dos polos, el feroz sufrimiento de los hombres, cruel e innecesario, impuesto desde arriba, y la docilidad ante los que mandan, en la que a un autor pueden irle la vida, los garbanzos, o el premio Stalin de turno. Y siempre sabe el poder de cada momento vestir el arte que le es más propicio con un aura de belleza objetiva. ¿Seremos capaces nosotros de encontrar la literatura, lo capaz de iluminarnos y enriquecernos, en este baile perpetuo del monstruo que aprisiona a la hermosa?
Estos son dos ejemplos sacados de un tiempo histórico muy concreto, pero sólo hay que esforzarse un poco para ver casos parecidos multiplicarse por todas partes. Y también en nuestros días, en los que sin embargo, en algunos lugares privilegiados, el poder ha aprendido a ser más sutil. No es necesario obligar a los hombres a hacer algo que harán por sí mismos sólo con que la televisión, los media y los productos “culturales” del sistema les persuadan de que es bueno y razonable. Ése es el mayor secreto de esta libertad que tan trabajosamente hemos conquistado. De qué nos sirve si el uso que hacemos de ella es seguir siendo cómplices de la masacre del gueto de Varsovia, hoy repetida en Gaza, o del exterminio implacable de seres en todo el mundo por guerras imperiales y hambre y enfermedades fácilmente curables. Ésta es la realidad y la responsabilidad que no vemos porque no nos dejan verla, y que estamos obligados a ver porque de lo contrario apenas seremos humanos. No es digno otro camino sino el que lleva a contemplar en toda su crudeza el sufrimiento que unos hombres imponen a otros. León Felipe lo deja claro en su poema “Pie para ‘El niño de Vallecas’, de Velázquez”: “Mientras esta cabeza rota/ del Niño de Vallecas exista,/ de aquí no se va nadie. Nadie./ Ni el místico ni el suicida.” Nadie tiene derecho a escapar de este espanto que el poder engendra cada día.