Primera versión en Rebelión el 8 de septiembre de 2016
Las continuas reediciones de la extensa obra narrativa y dramática de Chéjov, que permiten al lector hispano escoger en muchos casos entre varias versiones de sus textos fundamentales, nos dan una idea del gran interés que este autor despierta en la actualidad. Existen también en el mercado diversas aproximaciones biográficas y críticas, así como ediciones de su correspondencia. Es este uno de esos pocos casos en que se da una correlación perfecta entre la calidad de un escritor y la intensidad de la respuesta por parte de los lectores, y esto ha de atribuirse sin duda al carácter hondamente humano y realista, y exento de cualquier artificio, de una producción marcada siempre por una profunda poesía de las pequeñas cosas que consigue identificarnos plenamente con los personajes de la Rusia pre-revolucionaria que pueblan sus páginas. Ahí está toda esa gente pequeña que la historia se traga y que no existen y sin embargo son la clave de todo. Este artículo quiere ser solamente una invitación a la lectura de un autor extraordinario que ciertamente la merece.
Antón Pávlovich Chéjov nace en 1860 en Taganrog, a la orilla del mar de Azov, en el seno de una familia de comerciantes, y en sus primeros años vive una tranquila existencia provinciana, dominada por la figura de un padre autoritario. Viajes ocasionales le permiten descubrir la naturaleza majestuosa de la estepa, que describirá después en algunos de sus libros. En 1876 la ruina del negocio que era su sustento obliga a la familia a trasladarse a Moscú, pero Antón queda en la ciudad hasta que termina la enseñanza media. En 1879 se une a los suyos y se matricula en la Facultad de Medicina. En 1880 publica su primer relato en una revista cómica de San Petersburgo y comienza una intensa actividad literaria que, aun terminando sus estudios en 1884, se convierte en su ocupación fundamental y principal fuente de ingresos para él y su familia. En esta época, escribe sobre todo textos humorísticos que firma con el pseudónimo de Antosha Chejonté. Su fama aumenta y en 1888 aparece La estepa en El mensajero del Norte, su primera publicación en una revista literaria seria. Ese mismo año recibe el premio Pushkin de la Academia Imperial de Ciencias.
Aunque desde 1884 Chéjov presenta síntomas de tuberculosis, en 1890 emprende un largo viaje que lo lleva a través de Siberia hasta la isla de Sajalín, donde se encontraba la colonia penal más poblada y famosa de Rusia. Allí estudia las condiciones de vida de los reclusos y a su vuelta comienza a publicar por entregas en Pensamiento ruso el demoledor relato de su experiencia, que aparecería en forma de libro en 1895 (La isla de Sajalín; versión castellana en Alba editorial, 2005, traducción de Víctor Gallego) y contiene una denuncia implacable de las injusticias de que había sido testigo. En 1891 viaja por primera vez a Europa occidental y conoce Austria, Italia y Francia. De todas formas, su vida transcurre en esta época sobre todo en la finca que compra en Mélijovo, cerca de Moscú, donde elabora una producción que lo convierte en uno de los primeros nombres de la escena literaria rusa. El agravamiento de su enfermedad en 1897 lo lleva a residir principalmente en Yalta y a pasar algunos inviernos en Niza. En 1904 fallece en Badenweiler (Alemania), donde había acudido a buscar tratamiento en compañía de su esposa, la actriz Olga Knipper, con la que se había casado en 1901.
Sobre el carácter y la personalidad de Chéjov, las biografías disponibles, así como los recuerdos que le dedicó Gorki en 1927 en sus Recuerdos de Tolstói, Chéjov y Andréiev (versión española en Nortesur, 2009, traducción de Yulia Dubrovólskaia y José María Muñoz) nos acercan a un personaje tímido y de extraordinaria lucidez. Convertido en un icono viviente y marcado por la cruel enfermedad que lo haría morir tan joven, su vida es la de un trabajador incansable y un irónico observador, preocupado sobre todo por el bienestar de su familia, que de él dependía, y por la degradación secular de la vida rusa, que fustiga sin piedad. Esto dice Gorki de él: “Ha pasado delante de esta muchedumbre aburrida y gris, formada por seres impotentes, un gran hombre, inteligente, atento a todo. Ha observado a estos tediosos habitantes de su patria y con sonrisa entristecida, con un tono de reproche suave pero firme, con desilusionada ansiedad en el rostro y en el corazón les ha dicho con voz sincera y noble: -¡Sus vidas son infames, señores!”
La obra de Chéjov es de principio a fin la de un profundo y agudo diseccionador del alma humana. Muchas veces, la voluntad de un escritor puede ser transfigurar, ejemplificar, imponer a los tercos hechos alguna deriva amable o redentora, pero en el caso de Chéjov, esta voluntad no podría ser de forma continua más despiadadamente realista, más rotundamente fiel a las miserias de lo existente. Resulta así una terapéutica obligada para místicos, soñadores y pergeñadores de quimeras de toda laya. Por lo que respecta a su obra narrativa, sus primeros relatos son textos breves que fustigan los vicios que Chéjov observaba a su alrededor: tacañería, vanidad, cobardía, pelotillerismo, y con ellos sabe construir piezas de aguda mordacidad. Aflora otras veces sin embargo el dolor de los pobres seres abandonados a la crueldad de sus semejantes, mujeres humildes cuyo amor es traicionado o pequeños funcionarios viviendo sus vidas miserables en el horror de la vieja Rusia. La tensión humana de estos retratos es conmovedora. En “Vanka” (1886), un cuento que encantaba a Lev Tolstói, un muchacho maltratado por la familia que lo acoge en la ciudad expone todas sus quejas a su abuelo al que envía inocentemente la carta sin dirección. Este relato nos muestra claramente la ignorancia de la víctima como condición esencial del crimen. Hay piezas también de gran dureza, que culminan en suicidios y asesinatos. Chéjov no duda en asomarse a todos los espantos del alma humana. “Gúsiev” (1890) narra el triste final de un soldado enfermo de tuberculosis que regresa por barco a casa desde el extremo Oriente, y recoge experiencia de su viaje de vuelta de Sajalín. Todos estos protagonistas son seres atrapados en su destino y el arte de Chéjov consiste en mostrarnos la simple y absurda vida sin más protocolo que una descripción ceñida, elegante y fiel. En “Una visita médica” (1898) hay una acerada crítica del capitalismo fabril y su radical injusticia. “Ariadna” (1895), con su retrato de una joven que sabe manejar a su antojo a los hombres que la rodean ha sido el argumento principal para que Chéjov haya sido acusado en ocasiones de misoginia. No nos parece esto justo pues hay que decir que en sus relatos fustiga con la misma virulencia los defectos que encuentra en hombres y mujeres, y junto a los personajes masculinos satirizados no podían faltar los femeninos.
Los relatos de Chéjov constituyen a juicio de muchos, junto a los de Guy de Maupassant, los más perfectos que nos regala la literatura universal. Entre ellos, las piezas más valoradas han terminado siendo cuatro. En “Los campesinos” (1897), Nikolái Chikildéiev, camarero en Moscú, enferma gravemente y se ve obligado a ir a vivir con su familia a la aldea, donde morirá en poco tiempo. Conocemos así las condiciones de vida del campo ruso bajo el zarismo en su real dureza. No es la miseria física sólo y el hambre saciada con mendrugos de pan remojados en agua. Más allá de ella, es la ignorancia extrema, la brutalidad del hombre con la mujer y del fuerte con el débil siempre, el infierno del alcohol (calderos de vodka), y el destino de los niños nacidos entre la podredumbre, enfermos de alma y cuerpo. Cualquiera habría tenido piedad, pero Chéjov es un médico moribundo y sabe lo que es sufrir. “El pabellón número 6” (1892) y “El monje negro” (1894) nos muestran otra faceta de la genialidad de Chéjov, su capacidad de perfilar personajes extraños, pero profundamente humanos, que colisionan con el pensamiento y los valores de la sociedad y son destruidos por ella. En el primero, el doctor Ragin, tímido y apocado, se deja llevar por la impotencia en su trabajo a cargo de los tristes locos que pueblan el pabellón número seis. Con su rareza acaba convirtiéndose él mismo en huésped del pabellón y así el verdugo indolente que se consolaba filosóficamente termina conociendo la realidad del sufrimiento. En el segundo, Andréi Vasílich Kovrin, licenciado en filosofía, encuentra la respuesta a sus frustraciones en la alucinación de un monje vestido de negro con el que conversa y que lo imbuye de la alta misión intelectual a que está destinado. Convertido en un loco, al igual que Ragin, causará la desgracia de todos los que le rodean. “La dama del perrito” (1899) podría pasar por la simple descripción de unos amores adulterinos, pero cuando éstos muestran ser capaces de ir más allá de la aventura y dar paso a una relación sólida entre los amantes, el relato se convierte en una genial reivindicación del amor pasional que puede llenar una vida. La obra es una respuesta, cargada de argumentos, a Anna Karénina de Lev Tolstoi.
Entre sus novelas cortas, destacamos aquí en primer lugar “La estepa” (1888), relato de un niño que viaja a la ciudad donde realizará sus estudios. El texto nos acerca a las gentes que poblaban los caminos de Rusia y está impregnado de los recuerdos infantiles de Chéjov en la estepa de los alrededores de Taganrog. El protagonismo de una naturaleza pletórica de vida lo hace formar un capítulo aparte en su producción. “Mi vida” (1896) nos presenta otra vez un personaje principal en lucha con el pensamiento y los valores dominantes. Missaíl se siente incómodo con su condición de burgués y decide trabajar como obrero, lo que le acarrea el rechazo de la “buena” sociedad de la capital provinciana en la que vive. No obstante, aquí el enfrentamiento no termina en catástrofe, sino que el protagonista sabe hilvanar su vida sencilla de espaldas al orden social del que procede.
Si la obra narrativa de Chéjov nos dibuja un fresco de casi todos los estratos de la sociedad rusa de su tiempo, su obra dramática no podía dejar de ceñirse a los retratos de la clase de pequeños aristócratas, comerciantes y terratenientes que era socialmente más apropiado representar en un escenario. Sus primeras piezas, en general breves y de carácter satírico, como El oso (1888) o Una petición de mano (1889) resultan aún a día de hoy descacharrantes. Ivánov (1888) es la otra cara de la moneda y describe el hundimiento del protagonista, un hombre inconstante al que las mujeres aman pero que sólo consigue crear sufrimiento a su alrededor y al final se suicida. El brujo del bosque (1889) sería rehecha después en El tío Vania (1899). Vania (Yegor en la primera obra) es un hombre bueno y sensible, crítico y lúcido también, prisionero de una situación desagradable, explotado por un viejo profesor y enamorado sin esperanzas de la hermosa y joven esposa de éste. Sufre su impotencia y se refugia en una actividad trivial en compañía de su sobrina Sonia. La primera obra termina con su suicidio, al que acompañan como contrapunto un par de felices idilios que culminan en matrimonio. La segunda, con menos personajes pero más profunda y madura, evita todas estas estridencias y se concentra en el protagonista y su drama. La gaviota (1896) muestra la clásica cadena A ama a B, B ama a C, etc., así hasta cinco elementos, y concluye inevitablemente con el suicidio del eslabón más débil. Las tres hermanas (1901) son las hijas de un general que viven una triste existencia provinciana con un hermano bobo y jugador y la despótica mujer de éste. No hay más aliciente que un trabajo poco creativo y unos amores que se vuelven desgraciados cuando el amante de una de las hermanas, militar, es trasladado y el de otra de ellas muere en un duelo. El jardín de los cerezos (1904), acabada menos de un año antes de su fallecimiento, describe el fin de la casta vergonzosa e inútil de propietarios rurales en la Rusia de su tiempo, pero tiene un valor intemporal, pues es aplicable a la Rusia actual, con mafiosos multimillonarios que tratan de lavar con tierra el oro mal adquirido. Liubov Andréievna, aristócrata derrochadora y medio arruinada, llega a su propiedad desde París, donde fue huyendo de la muerte ahogado de un hijo de siete años. Su situación, con un hermano, una hija y una hija adoptiva a su cargo, y una finca hipotecada, es difícil. La única solución que se le ofrece es la venta de su bosque, conocido en toda Rusia, cuyos árboles serán talados para construir dachas para los veraneantes. Al fin la propiedad se vende y la familia salva la situación para proseguir su inútil existencia. Es el paisaje de la vieja Rusia lo que muere en esta obra ante el mercantilismo y la barbarie. Platónov es la primera pieza teatral de Chéjov, pero no fue editada ni publicada en vida de éste. Nos presenta a un protagonista famoso por su mordacidad y agudeza en los salones, pero que es en realidad un hombre noble y sincero sumergido en un mundo de pasiones de mentirijillas, falsedades y mediocridad. Casado felizmente, pero amado por varias mujeres, entre ellas un amor de juventud, acaba estableciendo una relación con ésta que rompe su matrimonio y el de ella y precipita un final de tragedia. La obra es una hábil y melodramática caricatura con una tesis clara, mostrar los peligros del romanticismo en una sociedad anquilosada. “No quería ofender a nadie y he ofendido a todo el mundo” reconoce el protagonista al final.
Todas estas piezas tienen como elemento común el retrato de la casta dirigente de la vieja Rusia, ociosa e inoperante, incapaz de imprimir cualquier impulso positivo a la situación social existente, y refugiada en sus amoríos y sus conversaciones filosóficas con pretensiones de profundidad. Las pasiones que surgen en este medio decadente fácilmente desembocan en tragedia y se agotan con el breve resplandor de fuegos de artificio. Abulia e impotencia son así las palabras clave de unas obras que resultan geniales porque tienen la habilidad de mostrarnos toda la grandeza humana, torturada y reprimida, y la desesperación también, de los seres más conscientes de esta sociedad, en los que se ceba su violencia (la Masha de Tres hermanas, el tío Vania o Platónov…). Es el de estas piezas teatrales un retrato que complementa y explica el panorama de miseria y explotación reflejado extensamente en las obras narrativas de Chéjov y en su libro sobre Sajalín.
Leer y releer a Chéjov es siempre una experiencia, porque en toda su obra disecciona con precisión quirúrgica las pasiones y los vicios que dominan nuestra vida. Es difícil encontrar en la literatura universal un observador del alma humana que iguale su agudeza y profundidad. Su época como escritor es la vida opresiva del reinado de Alejandro III, que siguió a la ejecución de Alejandro II en 1881, y el comienzo del de Nicolás II, y esto sin duda influye en el tono desesperanzado y sombrío que es habitual en él. No hay que olvidar tampoco que estamos ante la producción de un hombre que se sabía condenado a morir joven. Todo esto, sin embargo, son sólo circunstancias secundarias y aleatorias que sólo matizan el impresionante talento de un narrador como hay muy pocos.
La muerte de Chéjov fue sentida como una conmoción en una Rusia que había captado de alguna forma la genialidad del escritor, y las condolencias y réquiems se dispararon en periódicos y catedrales. No obstante, Gorki comenta en su libro antes señalado detalles del entierro en Moscú que muestran como aquella sociedad cínica y desenfadada no podía comprender de ninguna manera a uno de sus críticos más lúcidos. Sólo el futuro acabaría desentrañando todo el mensaje humanista y universal de su producción.
El interés en la obra de Chéjov no decae, y creemos que no ha de hacerlo mientras los seres humanos busquen en los libros la hondura y el significado de sus sentimientos. Este durable éxito, plenamente justo, no fue vaticinado sin embargo por un escritor que muy próximo a la muerte manifestó su opinión de que sus libros serían leídos durante apenas siete años. Una frase de uno de sus cuadernos de notas nos explica tal vez el sentido de toda su obra: “El hombre sólo podrá ser mejor si se le hace ver cómo es en realidad”.