Primera versión en Rebelión el 21 de julio de 2015
El periodista y escritor belga Charles-Marie Flor O’Squarr fue un representante destacado del decadentismo en su país, un hombre de hábitos refinados y amante de los duelos que se sintió, sin embargo, cautivado por las teorías y prácticas de los anarquistas, pesadilla del burgués en los finales del siglo XIX. Su visión personal del fenómeno quedó plasmada en un libro que apareció en 1892 y fue incorporado hace poco en versión castellana al catálogo de Melusina (2008, trad. de Julieta Lionetti).
Para comenzar, Flor nos dibuja un retrato del rebelde, el muchacho que un día ve en las ideas que alguien le esboza, en una conversación o a través de un texto impreso, la solución del enigma de su miseria. Sin un gran bagaje teórico, pero pleno de entusiasmo inicia así un peregrinaje de tierras y oficios en el que el proselitismo es una obsesión constante. No obstante, se nos señalan las diferencias entre el gárrulo meridional, que se ajusta más a este molde, y el nórdico mucho más reservado, al que su casero toma por un pacífico contable. El caso de Ravachol es emblemático del primer comportamiento, aunque en él se mezclaban sangre francesa y holandesa; su locuacidad con un camarero es lo que lo lleva a ser detenido tras varios atentados con dinamita, que no causaron víctimas, contra sedes del poder judicial. Era un hombre sensible, amante de la lectura y sobrio, con una profunda conciencia de la infamia del “orden social” y dispuesto a combatirlo. Flor, que cree en la inminencia de una revolución por la acción insurgente de las masas, abomina de la violencia individual, y considera a Ravachol una víctima ingenua de los que la predican.
Un vistazo a la prensa anarquista del momento muestra su enorme variedad. El rechazo de cualquier perspectiva nacional hace que sólo el idioma sea un criterio de sistematización regional. En francés, la cabecera más renombrada era sin duda Le Révolté, fundada por Élisée Reclus y dirigida por entonces por Jean Grave, foro insustituible del pensamiento libertario menos violento. No obstante, tras los atentados de Ravachol, le expresan su solidaridad de una forma que Flor juzga humillante e inconsistente: “una abdicación de la ciencia y del pensamiento a manos de la violencia y el delirio.” Endehors era el órgano literario de los anarquistas, y también dio su aprobación a Ravachol con la pluma de Octave Mirbeau. Émile Pouget, que pasó cuatro años entre rejas por justificar el asalto a una panadería por parte de unos hombres famélicos, fundó y dirigía Père Peinard, el más notorio y difundido de los periódicos ácratas y el más volcado en la apología de la acción violenta, lo que lleva a sus gerentes indefectiblemente a la cárcel, pero sin que esto afecte a la continuidad de la publicación, protegida por la ley de prensa de 1881. Se presentan luego muestras de la poesía anarquista de la época y se hace inventario de los folletos libertarios que aparecían por todo el mundo.
La subversión va a requerir armas y entre ellas la dinamita es pronto la estrella, aunque los anarquistas no mostraban en aquel momento capacidad de fabricarla por ellos mismos, diferenciándose en esto de los nihilistas rusos, a los que Flor aprovecha para atacar despiadada e injustamente. Se insiste después en las personalidades diversas y complejas que se encuentran entre los ácratas, repasando en primer lugar las biografías de Clément Duval y Vittorio Pini, apóstoles del ilegalismo, que trocaron la esclavitud del salario por la aventura desesperada del robo y fueron deportados a Cayena. Jean-Baptiste Lorion comenzó a arengar a la insurrección siendo todavía un niño; esto lo llevó a la cárcel cinco años y de ella salió sólo para seguir su prédica y acabar sus días en Cayena. Los mártires de Chicago, recordados también, son otro ejemplo memorable de entereza y apego a un ideal de lucha por la emancipación.
Ante la justicia, el anarquista, fiel a su pensamiento, exhibe orgullo y risa, y convierte las sesiones del juicio en un acto de propaganda. La catequesis continuará en el presidio o hasta el mismo cadalso, porque es una idea grande la que lo posee, encarnada en un cuerpo inmortal con infinitas vidas que pueden ser derrochadas. Es común que los anarquistas tengan amplios conocimientos de derecho, que hacen valer durante la instrucción, y Flor aporta de ello sabrosos ejemplos. También nos ilustra sobre las tintas simpáticas y técnicas criptográficas que usan para mantener secretas sus comunicaciones. Reflexiona luego sobre la inconsciencia de los burgueses que coquetean con la dimensión más literaria del anarquismo, pizca de sal en sus existencias aburridas.
Flor rastrea los precursores del pensamiento ácrata, de China a Persia y de Rusia al Oriente islámico, y le supone un origen asiático (mongol?) en una interpretación sui generis que rebosa antisemitismo. Llega así a la irrupción del programa libertario en la Internacional, de la mano de Bakunin y para desesperación de Marx. Cuando el gigante ruso desaparece, toman el relevo otros brillantes intelectuales: Piotr Kropotkin, Élisée Reclus y Errico Malatesta. Su mejor instrumento de propaganda será Le Révolté, ya citado, que echa a andar en 1879. Ese año, un congreso obrero se adhiere en Marsella a las ideas anarquistas, que se difunden con rapidez, invitando a un mundo que prescinda de los propietarios y sus leyes y gobiernos, donde los hombres decidan por sí mismos y no a través de la falacia del voto. Es época también de numerosos atentados individuales; Flor pasa revista a los principales que se producen de 1873 a 1891. La represión es durísima.
El autor ve el anarquismo como un conjunto de doctrinas económicas y sociales que distan mucho de presentar un perfil acabado. Su ética argumenta bien para justificar unas acciones que resultan defensivas al considerar la crueldad de la explotación, pero no acierta, según él, a describir los afanes y creencias que han de regir a la humanidad que profetiza. Por otro lado, su moral sexual, basada en la unión libre, choca demasiado con atávicos instintos de posesión. Tampoco se comprende cómo atajará una sociedad sin leyes ni magistraturas los crímenes que siempre pueden surgir de lo más oscuro de la mente humana.
El objetivo declarado de la obra es relatar, y no debatir. Flor O´Squarr oscila entre la fascinación por ideas que cuestionan con coraje las abominaciones del orden social imperante y la repulsión de una violencia a veces indiscriminada. Se acerca con interés a conocer los entresijos del anarquismo y nos regala tras su experiencia un retrato minucioso, sagaz y rico en intuiciones. Flor se adhiere a la interpretación visionaria del periodista y escritor Maxime du Camp, que viajó por Oriente y fue voluntario con Garibaldi y amigo de Gustave Flaubert: “El anarquismo es feo, lo digo de todo corazón; pero su fealdad ¿no será acaso una máscara? ¡Arranquémosla valerosamente y, detrás, quizá nos encontremos con el rostro pálido, estático y soñador de ese joven a perpetuidad que llamamos Progreso! ¡Vaya! ¿Acaso Galileo no fue un anarquista? La sociedad se parece un poco a una mujer: un día se deforma, su rostro se altera, su salud se agosta; los grandes dolores hacen presa de ella, grita, ruega, se desespera; todos deben ser testigos de sus sufrimientos; cree que va a morir y, de golpe, trae al mundo un niño que chilla y la hace sentir orgullosa, ¡y que tal vez un día salve a la humanidad!”