Primera versión en Rebelión el 13 de marzo de 2024
Manuel Ciges Aparicio (1873-1936) nos legó una obra novelística apegada a la realidad y socialmente comprometida, en la que desenmascara los males más profundos de la sociedad española de su tiempo. Tras su servicio en el ejército durante las guerras coloniales de África y Cuba, para sus primeros trabajos literarios Ciges exprimió sus propias experiencias de cuarteles, presidios y hospitales, pero muy pronto se embarcó en un ambicioso ciclo narrativo en el que se propuso retratar los rituales y miserias de un medio rural español dominado por el caciquismo. En un artículo anterior pasé revista a esta fructífera trayectoria.
Además de estas labores, en el comienzo de su carrera, Ciges puso en marcha un proyecto que bautizó “Las luchas de nuestros días” y cuya primera entrega fue la novela Los vencedores, publicada en 1908 y reeditada recientemente por Dyskolo. Esta obra expone las penalidades de los obreros asturianos, que el autor conoció sobre el terreno, tras la gran huelga que protagonizaron en 1906. El título elegido ya señala que se pone especial énfasis en describir a la clase propietaria, y hay que decir que la fidelidad del retrato logró que el libro fuera prohibido en Asturias. Tras esta primera entrega de la serie, sólo apareció una segunda, Los vencidos, en 1910, que reúne las experiencias y testimonios recogidos por Ciges en sus viajes por las cuencas mineras de Riotinto y Almadén. Este texto, más relato periodístico que novela, y pionero por su contundente denuncia social y medioambiental, acaba de ser reeditada por Pepitas, con un prólogo de Javier Rodríguez Hidalgo en el que acerca al lector a la vida y la obra de Ciges.
Riotinto
El primer escenario son las minas de Riotinto, conocidas por entonces como “La California del cobre”. Estas explotaciones milenarias habían sido cedidas a capitalistas ingleses en 1873, y el sistema de aprovechamiento impuesto por éstos, por medio de “teleras”, había resultado tan nocivo que había provocado huelgas y motines, como los famosos de 1888, “El año de los tiros”. Las tristemente célebres teleras que inundaban la región de humos fétidos y venenosos habían desaparecido definitivamente en 1907, sustituidas por técnicas más rentables, pero como veremos, la vida de la clase obrera no había variado significativamente.
Ciges accede a la zona con precaución, pues sabe que la empresa lo controla todo y simplemente su condición de periodista le hará ser expulsado ipso facto. En el tren, convertido en “viajante”, conversa con mineros que regresan del hospital con secuelas atroces, como la de un muchacho sin piernas a los diecinueve años. A través de ellos se sabe que el último trimestre, que no fue de los peores, se saldó con más de cuatrocientos accidentes, número que se explica por los trabajos que se realizan. Las tragedias humanas lubrifican la sacrosanta acumulación del capital
Riotinto es un erial de escombros y casas arruinadas por los laboreos de la mina, de la que llegan lejanas detonaciones: “Medio Riotinto está en el suelo”, escribe Ciges. Carteles prohíben el paso, y guardas de la Compañía alejan a los curiosos. Sólo un periódico republicano, Libertad y Progreso, anunció la inminencia de la catástrofe, inevitable al extenderse las galerías imprudentemente por debajo del pueblo, y cuando ésta ocurrió nadie asumió responsabilidades ni buscó soluciones. Para el futuro se esperaba el derrumbe de lo que quedaba en pie, surcado ya de grietas. Mientras tanto, casi toda la prensa callaba. En la fonda, Ciges, transformado ahora en un abogado que hace turismo, palpa el descontento de los propietarios de casas, arruinados con ellas. Al fin se descubre que todo el poder está en manos de la Compañía, regida por racistas atentos sólo a la ganancia, aunque generosos a la hora de captar voluntades entre los oligarcas locales. Y no hay remedio contra ellos.
El libro nos pone ante alguno de “los vencidos”, gentes como un joven de un pueblo de Zamora que en tan sólo unos meses en las faenas más duras ha enfermado del pecho, pero se resiste a dejar de trabajar pues necesita mandar dinero a su familia que está en la miseria. Su alegato alumbra detalles de un universo sórdido donde todo se vende. La situación del muchacho es tan desesperada que planea un accidente mortal para que su madre pueda cobrar una indemnización.
En la mina, los barrenos horadan la montaña, y luego expertos “saneadores” se descuelgan temerariamente con cuerdas sobre la zona derruida para derribar con una palanca las zonas “resentidas”. Después, poderosas grúas rellenan vagones sin descanso y circulan los convoyes, arrastrados por alguna de las casi ciento cincuenta locomotoras que tiene la Compañía. Junto a los trenes corren los “guardafrenos”, saltando cada poco a los vagones para realizar ajustes, candidatos a los más graves accidentes. Pero si esto parece terrible, una visita de noche a las fundiciones próximas al pueblo, en las que se extrae el metal, hace compadecer a los desgraciados obligados a trabajar en tal infierno.
Ciges nos habla también de huelgas silenciosas y sombrías, inspiradas por la desesperación. Armados de dinamita, los mineros se retiraron en cierta ocasión a los montes cercanos y amenazaron con volar la mina. Arrancaron sus demandas, pero después proliferaron entre ellos espías y soplones que hicieron imposible la lucha. Además, la organización sindical estaba estrictamente prohibida.
Almadén
En Almadén, Ciges encuentra un pueblo encalado y pulcro, que denota bienestar hasta en los barrios humildes. Sin embargo, al caer la tarde el regreso de los mineros auspicia pláticas que muestran que no todo es idílico. Los vapores mercuriales causan estragos entre los que bajan a la mina, desdentados muy jóvenes, temblorosos y debilitados, pero la peor parte es para los que se achicharran en la fundición, a los que se lleva en pocos meses una tisis galopante.
Aquí, a diferencia de Riotinto, es el propio estado el empresario y pronto se nos revela que un yacimiento tan rico, único en el mundo, podría permitir grandes ganancias si no fuera por las maquinaciones de los Rothschild, que controlan los precios. En el casino local un orador expone a quien quiera oírle estos desmanes, y también la apatía y corrupción del gobierno español, pero su sermón se pierde en un desierto de oídos sordos. La triste verdad es que la extracción del tesoro mineral destroza las vidas de los que la realizan para enriquecer desorbitadamente a unos pocos truhanes.
Una visita al hospital, ubicado al lado de dos cementerios e invadido de sus insufribles olores, propicia conversaciones con azogados y modorros que se van dejando la vida en labores perniciosas. Al fin resulta que en Almadén la población femenina cuadruplica la masculina y el mal afecta también a la descendencia, pues se comprueba que no hay familia de minero que se propague más allá de la tercera generación. Con esto no es de extrañar que el trabajo de las minas fuera impuesto en ocasiones a presidiarios.
Escenarios de resistencia, a pesar de todo
Hay en España dos yacimientos mineros que son referencias mundiales y cuya explotación se realiza desde hace miles de años. Las riquezas de estos veneros inagotables de cobre y mercurio fueron extraídas durante muchos siglos recurriendo a la esclavitud y el trabajo forzado, pero la modernidad vio nacer una nueva forma de servidumbre a través de la maquinaria capitalista. Los vencidos nos ofrece un retrato ajustado y demoledor de la situación que se vivía en estos dos lugares emblemáticos en los comienzos del siglo XX. En “el trágico Riotinto de los hombres mutilados y las acciones al 1900” y el Almadén de enfermedad rampante para mayor lucro de los Rothschild, presenciamos dos desarrollos de un guion único que no es otro que la extracción de plusvalía de acuerdo con unas leyes implacables.
Manuel Ciges Aparicio nos aproxima en esta obra a “los vencidos” de un combate desigual. En realidad, poca resistencia ofrecen los dolientes y ajetreados mineros a la violencia que se ejerce sobre ellos, pero hay que reconocer que la propia presencia del periodista preguntón representa una prometedora anomalía en el panorama penoso que se describe. Hablando con unos y otros, a veces se escuchan cosas interesantes cuando el alcohol, la desdicha o el furor desatan la lengua. Sabemos así de incipientes movimientos de protesta, siempre reprimidos, pero nunca derrotados del todo. En Riotinto está vivo el recuerdo de revueltas recientes, y en Almadén también progresa un nuevo espíritu, y un grupo de mineros ha elaborado una carta de denuncia, reportando abusos y mala organización en la empresa. Ante la persecución que sufren, acuden a Ciges en busca de un altavoz mediático para sus demandas.
En dos escenarios milenarios de riqueza metalífera, y también de explotación, enfermedades y miseria, las luchas sociales se tensaban sin remedio al iniciarse el siglo XX, y en Los vencidos Manuel Ciges Aparicio nos dejó el testimonio impagable de cómo con esta agitación y casi imperceptiblemente amanecía la nueva conciencia del que resultó ser un siglo revolucionario.