Primera versión en Rebelión el 23 de marzo de 2005
Puede adornarse mucho y fácilmente aparecerán en la definición palabras grandilocuentes, pero me gustaría dejar hoy el concepto en su más estricta desnudez. El crítico literario es sólo un lector con poder. Un lector dará su opinión a sus amigos o familiares. Puede ser más o menos razonada, más o menos profunda, más o menos lúcida, pero es sólo una opinión… Un crítico literario nos da su opinión desde un medio que llega a miles de personas. Puede ser más o menos razonada, más o menos profunda, más o menos lúcida, pero muchos tienden a aceptarla sin recelo como sacrosanta verdad literaria. Ahí reside su poder.
Es cierto que la perspicacia, unida a un profundo conocimiento de la literatura, da a algunas personas una percepción privilegiada sobre los libros. Como lectores es lógico que busquemos las opiniones de estas personas. Expresadas por escrito, son muchas veces maravillosa literatura que habla sobre literatura. Diríamos que el crítico, aparte de poder, tiene en estos casos autoridad. Pero, ¿es frecuente esto?
Es evidente que el poder es concedido al crítico por el dueño o gestor del medio en el que aparece la crítica. Es un poder que viene muchas veces de las instancias más altas de la sociedad, del dinero mismamente. No es difícil adivinar a qué intereses servirá en esos casos, como una ramificación más de la fabricación de consenso de la que afortunadamente hoy sabemos bastante. Es éste un razonamiento muy elemental, y abriendo un poco los ojos no es difícil comprobar su validez todos los días en múltiples ejemplos.
Citaré solo uno, que motivó de rebote estas líneas. Esperaba en casa de un amigo, y vi sobre una mesa un libro que llamó mi atención. Era la primera edición de un volumen muy premiado que invadió las librerías hace años entre fragor de artillería mediática. Sabía que narraba una historia insustancial y estúpida, pero tuve curiosidad por hojearlo. Unas páginas al azar me mostraron una prosa inflada y engorrosa, embutida de imágenes pedestres. La mentalidad que parecía reflejar todo era la blandura de un burgués semianalfabeto con pretensiones líricas.
Cuando llegó mi amigo le comuniqué estas opiniones. Me respondió impasible como quien riñe a un niño sabihondo: “Pues tuvo muy buenas críticas, y a mí me está gustando mucho.”
Podríamos decir un poco brutalmente que somos lo que comemos, y pensamos lo que leemos. Lo terrible es que entre la política de publicaciones de muchas editoriales, y los consejos de críticos paniaguados, mucha gente acaba leyendo basura.
Es muy difícil luchar contra cristalizaciones del poder como un portaviones o una división acorazada. El poder del crítico literario no es menor, pero es mucho más frágil. Y lo es simplemente porque se lo concedemos nosotros cada vez que renunciamos a nuestra capacidad de raciocinio, y sucumbimos a la tentación de sobreestimar sus opiniones.
Tal vez deberíamos empezar a sospechar que la literatura no es tan distinta de otros campos, como la información o el estudio de la historia, en los que la maquinaria mediática y sus intelectuales orgánicos tratan continuamente de manipularnos.
Y, para evitar tantos males, sería el momento de aprender a desconfiar, de descuidar los supermercados del libro y empezar a hojear ejemplares “raros” en librerías de viejo y, sobre todo, de liberarnos de tutelas demasiado interesadas y tratar de pensar por nosotros mismos.