Primera versión en Clarín Nº 20 (1999)
Menos algunas veces, como cuando empiezan a babear hablando de su “divino marqués”, que la verdad es que dan bastante miedo (y grima), estos pseudofilósofos franceses son en general gente pintoresca y entretenida. Rigor filosófico, nadie se lo pediría, pero ya sabemos que no se trata de eso. Escribir, saben escribir, aunque compañeros de viaje y herederos de los surrealistas comparten demasiados vicios con ellos; por ejemplo, esa adhesión al famoso principio: “lo primero que se me ocurra ha de ser necesariamente un texto brillante merecedor de la imprenta”. Así se explica que continuamente vendan gato por liebre, oscuros juegos de palabras por verdades sutiles y misteriosas. De salud y equilibrio mentales, es decir, capacidad para percibir lo real y transformarlo, andan más bien escasos, aunque más grave es que consigan hacer de esto su mayor virtud, y que no falte gente con la cabeza en su sitio dispuesta a reírles las gracias. Lamentable.
Autor de relatos atormentados, y tan bien escritos como difíciles de digerir, en los que la degradación, la muerte y el horror son los componentes habituales del sexo, George Bataille no dudó en cultivar también el ensayo. En lo que el llamó su Summa Atheologica (1.943-1.945), lo encontramos en su elemento, “enseño el arte de convertir la angustia en delicia”, “en el momento de volverse loco acaece la respuesta”, “el no-saber comunica el éxtasis”, “toda ‘comunicación’ participa del suicidio y del crimen”, “amar a una mujer (o cualquier otra pasión) es para un hombre el único medio de no ser Dios”. No hay página que no rebose vacíos, éxtasis y desgarramientos. Hasta el bueno de Nietzsche, que no sabemos por qué imanta poderosamente a todos los psicópatas posibles, acaba siendo el pobre el profeta de no se sabe que “oscuros abismos”.
Su Teoría de la Religión (1.948), que ahora reedita Taurus, es de alguna forma una continuación de los textos que acabamos de mencionar. Lo primero que debe decirse de esta pretenciosa “Teoría de la Religión”, es que no es de ninguna manera una teoría de la religión, o por lo menos, una teoría de la religión siquiera medianamente coherente. Por no ofrecer, este libro no ofrece ni siquiera el consuelo de frases como las que entresacábamos antes, que a fuerza de patéticas resultan graciosas. Aunque los capítulos tienen títulos prometedores, como “la animalidad”, “la humanidad”, o “el sacrificio” (sabemos que el sacrificio humano era un tema que le atraía…), a la hora de la verdad, no son raras en el texto las inexactitudes y tergiversaciones de conceptos de la física o la biología. Algunas son curiosas. Resulta sorprendente, por ejemplo, que un ateo militante defienda una separación entre el hombre y el animal que sería más propia de un teólogo escolástico, y que es ajena a lo que, incluso en 1.948, decía ya la etología. Las inexactitudes antropológicas tampoco son raras: “despedazar, cocer y comer al hombre es (…) abominable”; en muchas culturas sí, pero en otras… son sólo proteínas. Elevar esto a un principio universal, y que sea la base de una teoría de lo sagrado no parece muy convincente. No obstante, más frecuente es que el texto discurra en un tono oscuro, difícil, en el que las palabras parecen encerrar muchas veces sentidos ocultos, códigos casi secretos. Ninguna conclusión. Un estilo muy apropiado para un poema, pero difícil de explicar en una teoría de la religión. La prosa de Bataille imita un estilo seco, profesoral. Si sólo escuchásemos la música, diríamos que se trata de un sabio; si nos fijamos en las palabras, sin embargo, nos invade la angustia, “el inconfesable placer de la angustia” (págs. 56-57): o yo soy idiota, o este hombre esta loco, o se está riendo de mí. La herencia del surrealismo.
Pasos delirantes por el camino del psicópata de Charenton que, por más que pretendan lo contrario, no consiguen más que hacer propaganda al carpintero de Nazaret.