Me llegó la triste noticia, pero hasta el sexto día no lloré. Andaba inquieto, dormía mal y no dejaba de acordarme de ti, pero ni una lágrima. Fue esta mañana, mientras paseaba por el parque de Invierno. Vi una lombriz que se debatía en el asfalto (caen en la trampa térmica durante sus correrías nocturnas y luego los bordillos no las dejan escapar). La puse entre la hierba, como suelo hacer, y fue entonces cuando sin saber por qué rompí a llorar. Después de un rato comprendí la razón. Aquel pobre animal en su laberinto me recordaba demasiado a un joven que una mañana de 1977 llamó tímidamente a la puerta de tu despacho en la facultad para pedir una tesina.
No estabas, pero oí tu voz en el seminario, al fondo del pasillo, y allí me fui. Te expliqué mi caso. Quería complejidad estructural, pero mejor no muy lejos, porque no tenía coche de aquella. Me respondiste con una pregunta: “¿Oye, tú has pasado el puerto de Pajares?” Te dije que sí y entonces te volviste a quien estaba allí contigo (no recuerdo quién era) y le comentaste: “Has visto estos chavales como viajan ahora. Antes no salíamos de Asturias hasta que nos llamaban a la mili”.
Cuento esta anécdota porque define muy bien tu virtud de aprovechar cualquier ocasión para el humor y la ironía, siempre amables, pero también porque fue decisiva en mi vida. El hecho es que de aquella conversación salió el asunto de una buena parte de mi trabajo científico a medida que el corte da la carretera del puerto iba extendiéndose. Así, en 1984 leí mi tesis doctoral sobre todo el sur de la Cuenca Carbonífera Central, de Quirós a Tarna y más allá en León. Acababas por entonces de tener el honor de ser el primero en acceder democráticamente al rectorado de la Universidad de Oviedo.
Sabes bien que yo siempre te desaconsejé la aventura, y estaba seguro de que el empeño de reformar lo irreformable iba a frustrar a un idealista como tú. Sin embargo, tu labor en aquellos años de trabajo duro dio frutos importantes, y te las arreglaste para insuflar aire nuevo a la criatura del inquisidor Valdés. Trataste de hacer cosas, y en tu mandato se aprobaron, por ejemplo, unos estatutos que mejoraron mucho lo que había.
Tras tu regreso a la facultad en 1988, sabes bien que fue un placer colaborar contigo en algunos temas que surgieron. Eras un geólogo formidable, minucioso en la observación de las rocas, que desnudabas con tus ojos de miope tras levantar las gafas, y con una memoria extraordinaria para los detalles que decantaban una interpretación. Tenías la virtud de no dejarte llevar por las apariencias, y a medida que la ciencia progresaba lentamente con nuestras observaciones por roquedos y cunetas, era un lujo gozar tu conversación siempre ingeniosa y el humor con que sabías pulir cualquier suceso.
Ahora, los dos jubilados, hacía unos meses que no hablaba contigo. Sabía que andabas un poco pachucho, pero te había visto bien en la excursión de homenaje que nos hicieron por Aliste a finales de 2019 y la triste nueva me dejó desolado. Es demasiado tiempo compartiendo vida e inquietudes y disfrutando tu personalidad irrepetible. Hace ocho años se fue Andrés Pérez Estaún, otro maestro decisivo, y quisiera recordarle aquí también a él, pero no para deciros adiós, porque sé que mientras esto dure vuestra voz y presencia amigas estarán conmigo. En un momento crucial de mi vida, yo tuve el privilegio de encontrar personas como vosotros, maestros capaces de sacar lo mejor que uno lleva dentro.
12 de junio de 2022