Primera versión en Rebelión el 26 de agosto de 2014

La relación de Rusia con los países que la rodean parece condenada históricamente a una sucesión de etapas de influencia y distanciamiento alternantes. Suelen ser grandes convulsiones, en forma de guerras, las que contribuyen a ir alumbrando estos cambios, pero en otros casos estos pueden avanzar sin un abierto conflicto armado, como podemos ver estos días en las noticias que asaltan desde Ucrania los titulares de los periódicos. Entre los personajes más significados que favorecieron ciclos de expansión rusa está el zar Pedro I (1672-1725), llamado el Grande, que con sus victorias sobre los suecos, su apuesta decidida por la occidentalización y el traslado de la capital a San Petersburgo, la ciudad que él creó, fue capaz de poner a Rusia en el tablero internacional de las grandes potencias. Por estos hechos sobre todo se le recuerda. Poco conocido es, sin embargo, el enfrentamiento con su hijo el zarévich Alekséi, que condujo a la ejecución de este en uno de los episodios más dramáticos de la dinastía de los Románov y materializó el choque entre dos visiones sobre el destino de Rusia.

El escritor Dmitri Merezhkovski (1865-1941) predicaba en los salones petersburgueses de su juventud una espiritualidad mística que habría de reconciliar el cristianismo con lo mejor de la antigüedad clásica. Este empeño se plasmó entre otros libros en una trilogía en la que a través de momentos históricos clave, como el reinado de Juliano el Apóstata, el Renacimiento italiano en la época de Leonardo y la europeización de Rusia en los comienzos del XVIII, consigue expresar su visión de una forma magistral. El libro que nos ocupa aquí, publicado en 1905 (versión castellana Pedro el Grande y el príncipe Alekséi, Edhasa 1995; trad. de Margarita Estapé), es el último de esta trilogía y contiene un relato del conflicto entre el zar Pedro I y su hijo, aunque se extiende para mostrarnos la situación de búsqueda espiritual que se vivía en Rusia en aquellos tiempos. El autor profundiza en la psicología atormentada y compleja de los dos personajes principales de la trama para construir una acabada obra de arte que, al no traicionar nunca los datos disponibles, nos retrata además un episodio decisivo de la historia de Rusia.

EL DUELO DEL PADRE Y EL HIJO                                      

26 de junio de 1715: el zarévich Alekséi, 25 años, irresoluto, abandonado al alcohol, temeroso de su padre, pero al mismo tiempo soñando hacer algo grande. Ha conocido a Larión Dokukin, un escribano raskólnik, uno de los viejos creyentes que se santiguan con dos dedos y rechazan las reformas de 1654 del patriarca Nikon. Este le cuenta el horror del pueblo ante las trasformaciones impuestas por el zar Pedro. Alekséi lo despide. Lo que dice es peligroso. Le comprende, pero no puede hacer nada, aún.

Poco después se celebra en el jardín de verano, al lado del Nevá, una fiesta en honor de una imagen de Venus que acaba de llegar de Roma. Pedro está decorando este lugar con estatuas de dioses paganos y Alekséi recibe las quejas de Avrámov, el responsable de la imprenta real, similares a las que oía antes: el zar desprecia los santos iconos y adora a ídolos maléficos. Pedro aparece y agradece a Alekséi el regalo de un gran cargamento de madera que le era muy necesaria, pero la situación entre ambos es difícil. Es la Afrodita de Praxiteles la que va a ser entronizada. Su viaje ha sido largo y laborioso, y Pedro con sus propias manos la desembala y ayuda a elevarla a su pedestal.

Hay después poemas y fuegos artificiales que se reflejan en el espejo negro del Nevá, y este es surcado por una comitiva de dioses que navegan en toneles desde la fortaleza de Pedro y Pablo y desembarcan en el parque para prosternarse ante Venus. Siguen libaciones de vodka por parte de todos los presentes, un banquete y discursos que ensalzan la modernización de Rusia y el milagro de San Petersburgo, “urbs ubi silva fuit”. Y llegan los bailes y al fin se oyen susurros y gemidos por los rincones del jardín. Es el triunfo de Venus.

En una tertulia, varios ancianos discuten sobre las nuevas costumbres amatorias, que han convertido en elegante el adulterio. En otra, el propio Pedro, a los pies de la Venus, explica el mecanismo descubierto en un icono milagroso de la Virgen, que derramaba lágrimas. Estalla entonces una violenta tormenta y cuando todos se van, Alekséi recoge el icono que había quedado en el suelo partido en dos.

Alekséi visita a la zarina Marfa, viuda del hermanastro de Pedro, Fiódor, el anterior zar, anciana enloquecida por una religiosidad extrema que transforma su palacio “en hospital de monstruos, idiotas, devotos y canallas”, en palabras de Pedro. Le entregan una carta de su madre, primera mujer del zar, caída en desgracia y recluida en un convento. En estos ambientes también se murmura: “Pedro es el Anticristo”. Poco después, la esposa del zarévich, la princesa alemana Sofía Carlota, da a luz una niña mientras su marido descansa de incógnito en Carlsbad.

Se intercala luego un diario de Juliana Arnheim, dama de compañía de Sofía Carlota. Esta discípula de Leibniz sufre lo indecible entre los “hediondos y bárbaros” rusos y con la vida de estrecheces que les obligan a llevar. Nos cuenta la pasión por el estudio del zarévich, pareja a la que siente por la bebida, sus profundos cambios de humor. Habla de la fundación de San Petersburgo y de los miles de vidas humanas sacrificadas en los terribles trabajos. Describe el crecimiento de la ciudad, el grandioso proyecto de la avenida Nevski, los hermosos canales de la que Pedro quiere que sea la Ámsterdam del norte. Los modelos holandeses se imponen en todo.

Tras la botadura de un barco, la fiesta habitual es una borrachera colectiva que Pedro, inmune al alcohol, aprovecha para avizorar el fondo desnudo de sus cortesanos y los embajadores extranjeros. Juliana disecciona su carácter: crueldad, lujuria, eterna prisa, fuerza prodigiosa. Sus elementos son el fuego y el agua. Goza practicando la cirugía y abriendo cadáveres, pero tiene miedo de cucarachas y arañas. Ojos terribles y labios casi femeninos, barbilla gruesa con un hoyuelo. Hay indicios de su cobardía y su poca resistencia al dolor físico. Se propone integrar la iglesia en el estado y ser su autoridad suprema, y para ello coloca en su cúspide a arribistas sin escrúpulos como el archimandrita Feodosio, un auténtico hereje, tipos que obedecen ciegamente sus órdenes. Al tiempo, Pedro se complace en fiestas sacrílegas y se ríe de las tradiciones.

En noviembre los lobos entran en la ciudad. Sólo en una noche, setecientos trabajadores mueren congelados entre San Petersburgo y Kronstadt. Hay bailes con pelucas, pero en la plaza de la Trinidad se exponen las cabezas de los raskólniki ajusticiados por decir que Pedro es el Anticristo. A fin de año regresa el zarévich, y después de leer casualmente el diario de Juliana, sorprendentemente, la hace su confidente. Ama tiernamente a su hijita y gusta de jugar con ella, pero tiene una amante, Yefrosiña, que lo ha enloquecido. Cuando la princesa que está nuevamente encinta los descubre juntos, se condena a sí misma a muerte. Fallecerá tras dar a luz a un niño que andando el tiempo reinará con el nombre de Pedro II, entre 1727 y 1730. Poco después, Juliana parte para Alemania.

Sigue un diario del propio Alekséi en el que critica a los que se apartan de la fe ortodoxa y tratan de alejar de ella al pueblo, como Feodosio. Son páginas que muestran su inteligencia y su fe arraigada y supersticiosa, a la vez que su abandono a la bebida y la lujuria.

El 6 de noviembre de 1715, sucede una gran desgracia. Como solía ocurrir cada cierto número de años, una inundación arrasa la capital provocando enormes daños. Pedro, que al principio rehúsa tomar precauciones, pasa luego la noche dirigiendo las operaciones de rescate. Cuando amanece y contempla el desastre no hay en su rostro ira ni tristeza; el agua bajará y la ciudad seguirá ahí, su ciudad. La naturaleza se somete a su voluntad. El zarévich lo mira en ese momento y duda si es Dios o el demonio el que resplandece en él.

Tras los trabajos de esa noche, Pedro enferma gravemente y se teme por su vida. Todas las miradas caen sobre Alekséi que tiembla de miedo y de deseo. Tras recuperarse el zar, convoca a su hijo a una reunión en la que le confiesa su frustración de tener un heredero que no muestra interés en los asuntos militares y desprecia las reformas a las que él dedica su vida. Le ofrece dos opciones: enmendarse o hacerse monje. Alekséi declara estar dispuesto a lo segundo, pero sabe que su padre sabe que miente. Pedro tiene un acceso de cólera. Así se produjo la ruptura definitiva entre el padre y el hijo.

Tras su enfermedad, en enero de 1716, el zar viaja al extranjero. Alekséi va a Moscú y visita el Kremlin, destruido por un incendio en 1701 y utilizado ahora, en sus zonas habitables, para actividades que generan suciedad y ruido. Alekséi recuerda su niñez, vivida allí: los mimos de toda la corte, el amor de su padre. Pero recuerda también las escenas horrendas de la persecución de los streltsí  (literalmente, arcabuceros; cuerpo militar que se rebeló contra Pedro en el comienzo de su reinado). Su padre era uno de los verdugos que torturaban hasta la muerte a aquellos hombres.

No tardó tampoco en sentir su desprecio por el muchacho debilucho y estrecho de hombros, de mirada amarga, que él era. Eso fue como la muerte. Sin embargo, con diecisiete años trabajaba febrilmente cumpliendo todas sus órdenes: construía fortalezas, mandaba fundir cañones e imprimir libros… En enero de 1709 cayó enfermo y su padre lo cuidó y le demostró afecto, pero al recuperarse volvieron las críticas, las palizas. Un día intentó estrangularlo. Después fue aún peor: dejó de hablarle. El terror de Alekséi se transformó en odio.

Su padre le conmina a tomar una decisión, pero cuando Alekséi sabe que en realidad ya ha concebido un plan para deshacerse de él, en el verano de 1716 huye con Yefrosiña a Viena, donde es bien recibido; las peticiones de Pedro de que le entreguen a su hijo no son atendidas, lo que lo enfurece. Para garantizar la seguridad de Alekséi, el emperador austriaco lo recluye primero en el castillo de Ehrenberg, en el alto Tirol, pero al averiguar Pedro su paradero, lo manda a Nápoles y lo oculta en la fortaleza de San Telmo, que domina la ciudad. Allí vive con Yefrosiña y Alekséi Yurov, Yesopka, un marinero desertor con el que han hecho amistad y que los distrae con su charla y sus bromas y les cuenta cosas de Venecia y de Roma, de esa extraña Europa donde los niños no son educados a golpes y se respira libertad.  El zarévich y sus acompañantes salen a veces de la fortaleza y se entretienen navegando por la bahía. Disfrutan de la belleza de Italia, pero es más fuerte la nostalgia de su tierra.

Alekséi escribe cartas. A los senadores rusos, contándoles las razones de su huida, pidiendo su apoyo, expresando su devoción a la patria. Recibe informaciones de complots que se preparan para forzar su acceso al trono. Ufano, cuenta a Yefrosiña sus planes de gobierno: bajará los impuestos, favorecerá a los humildes, dará libertad para que todos puedan hacerle llegar sus quejas. Conquistará luego Constantinopla, unirá las iglesias y abrirá una era de paz. Yefrosiña será su zarina; nada le importa que trabajara de criada cuando él la conoció, y el hijo suyo que lleva en el vientre será zar un día.

A finales de septiembre de 1717 el siroco amenaza y el Vesubio entra en erupción. Llega por entonces a la ciudad una embajada rusa que preside Piotr Andréievich Tolstói, al que muchos consideran el Maquiavelo ruso, maestro de engaños en la corte de Pedro. Trae la orden de conseguir el regreso del zarévich y mientras lo entretiene con su discurso melifluo juega su única baza: Yefrosiña. Ella sabe llevar a Alekséi a un abismo de pasión en el que él trata de asesinarla, cuando ella le asegura que no lo ama, y después, cuando ella le hace creer que en realidad sí le quiere y se entrega a él otra vez, se convierte en su juguete. De la mano de Yefrosiña, el zarévich sube gustoso al cadalso que su padre le ha preparado. Este crimen compró la nobleza para los Tolstói.

Un cambio de escenario nos lleva a Petersburgo, al gabinete del zar, donde éste, infatigable, alterna trabajos de artesano con la organización del reino hasta los últimos detalles: la confección de zapatos y el almacenamiento del estiércol. Mientras tanto, guerrea con los suecos y recibe misivas de sus embajadores que le aconsejan emprender la conquista de Persia. Para él, Rusia no ha de ser un país, ni tan siquiera un imperio, sino una parte del mundo, entre Asia y Europa, y al mismo nivel que estas. Con Yekaterina, su actual esposa, las relaciones son cordiales, aunque los dos buscan romances cada uno por su lado. Sus hijos crecen débiles o mueren rápido. Corre ya el mes de octubre, pero por las obras del Ermitage, Pedro vive aún en el Palacio de Verano.

En la existencia de Pedro hay una herida abierta, una dolorosa yaga por la que toda su obra peligra. Acostado recuerda su vida. Muy joven entendió que la esperanza de Rusia estaba en la ciencia. Viajó al extranjero, aprendió. Construyó un ejército y se enfrentó a los suecos. La independencia de Rusia estaba amenazada y había revueltas y sediciones. Las dominó. Recordó las primeras derrotas contra Carlos, pero luego… Veía la ayuda de Dios evidente en Poltava. Y levantó su ciudad, el nuevo rostro de Rusia. Ahora, todo puede zozobrar…

Pedro lee la carta de Tolstói en que le relata su inminente regreso en compañía del zarévich. Se alegra, aunque de inmediato se siente aturdido. La simple existencia de Alekséi, su inevitable acceso al trono, ponen en peligro todos sus proyectos, su misión histórica. Su muerte es necesaria, pero ¿será capaz de asesinar al hijo de su carne? Poco tiempo duda. Sálvese Rusia y caiga su sangre sobre él.

En la primera conversación entre padre e hijo, el taimado Pedro inspira confianza a Alekséi, que se siente feliz creyéndose amado. Así logra que le cuente todo, que denuncie a todos, ante la promesa de que serán perdonados como él mismo. A los familiares más cercanos, su madre, su tío… que no se atreve a comprometer, los menciona después al confesor que el zar le impone. El 3 de febrero de 1718, Pedro reúne al senado y toda la corte en el Kremlin para comunicarles la abdicación del zarévich y recibir el juramento del nuevo heredero, Piotr Petróvich. Los preobrazhenski vigilaban porque se temían motines. El documento que se lee es una inculpación en toda regla de Alekséi a la que Pedro añade que si ha ocultado algo será castigado con la muerte. En la entrevista que tienen luego a solas, Pedro le manifiesta que sabe la implicación de su madre, y Alekséi comprende que está perdido; se abraza a los pies de su padre y este le golpea.

En los días que siguen, todos los nombrados por Alekséi son detenidos y el  propio Pedro les tortura. No se descubre, sin embargo, ninguna conjura organizada, pues nada había de ello en realidad. El 2 de marzo en la catedral de Uspensk, Larión Dokukin, el escribano raskólnik amigo de Alekséi, interrumpe un oficio ante el zar para gritar su fidelidad a su hijo. Es apresado. Pronto los partidarios de Alekséi reciben sus sentencias. Muchos son ejecutados tras terribles suplicios. Él de momento no es tocado, pero las nubes de tormenta se acumulan.

El final del libro nos narra la culminación del parricidio anunciado. Pedro viaja a Petersburgo el 24 de marzo y la corte lo sigue. Un día en Peterhof, interroga a Alekséi en presencia de Yefrosiña, que lo acusa de conspirar contra su padre. Ella consigue que los pensamientos de Alekséi aparezcan como la traición que Pedro necesita para condenar a su hijo. Alekséi sabe entonces también que el niño que Yefrosiña esperaba ha sido asesinado. Apurado este cáliz nada le importa ya: ‘“Puedes matarme, me da igual.’ Una lenta sonrisa le torció los labios. Pedro intuyó en ellos un extremo desprecio. Rugió como una fiera herida, se precipitó sobre su hijo, lo agarró por el cuello y empezó a estrangularlo, a pisotearlo, a darle bastonazos sin dejar de rugir.” Se temió por su vida, pero el zarévich se recuperó.  El 14 de mayo se promulgó un segundo decreto sobre él en el que se anulaba el perdón al “haberse descubierto que había encubierto su proyecto de hacerse con el imperio con la ayuda de extranjeros o amotinadores rusos.” El 14 de junio es recluido en la fortaleza de Pedro y Pablo.

Ante el tribunal, Alekséi se defiende soberbiamente. Acusa a su padre de perjurio y profetiza: “Serás el primero en derramar en el patíbulo la sangre de tu hijo, la sangre de los zares rusos (…) y esta sangre recaerá sobre tu estirpe hasta el último zar que morirá ensangrentado. ¡Por mí, Dios castigará a Rusia!” Después es torturado salvajemente, incluso por su propio padre. Sufre hasta que en una visión un anciano de pelo blanco le administra la eucaristía. “El anciano alzó la cabeza. El zarévich vio un rostro de eterna juventud. –¡Cristo ha resucitado, Aliosha! (…) Comprendió que no existía dolor, temor, sufrimiento ni muerte, que sólo había vida eterna, sol eterno: Cristo.” Fallece en la tarde del 26 de junio de 1718. La obra culmina con una escena de ese verano; Pedro navega con su flota hacia Reval en un atardecer con signos de tormenta: “Con mano firme el timonel conducía su barco sobre las olas de hierro y sangre hacia una lontananza desconocida. El sol se desplomó, se hizo la oscuridad. La tempestad empezó a rugir.”

LA DESESPERACIÓN DEL PUEBLO

Entre el pueblo y sobre todo entre los raskólniki se extiende la idea de que el zar es un impostor, un judío probablemente. Sólo así se explica su comportamiento ignominioso, su desprecio de la religión, su persecución de las tradiciones. Se analizan los signos y la conclusión es clara: Pedro es el Anticristo. Tijon Zapolski, discípulo del anciano Kornili es el último vástago de una familia noble masacrada por Pedro tras la revuelta de los streltsí. Es un muchacho enfermizo que sufre de epilepsia. A veces, antes de los ataques sobre todo, se apodera de él una sensación indefinible: desarraigo, amor y dolor infinitos, presagios del fin del mundo.

Tijon estudió en Moscú, en la escuela de matemáticas y navegación y luego fue destinado a completar sus conocimientos en el extranjero, pero en San Petersburgo se unió al viejo Kornili y decidió acompañarle en su viaje de peregrinación hacia Kerjenets, en la otra orilla del Volga. Los dos se refugian en los bosques de Vetluga con otros raskólniki que huyen de la persecución. Han construido una ciudadela protegida por una empalizada de estacas afiladas. Entre ellos se extiende el deseo de la autoinmolación que llaman la “muerte roja”: renacer por el fuego para Cristo. Kornili es uno de los que la predican. Otros se oponen y hay también violentas discusiones sobre el dogma, aunque todos están de acuerdo en que la llegada del Anticristo es inminente.

Cuando se sabe que los soldados se acercan, unos ochenta raskólniki, hombres, mujeres y niños, se encierran en una ermita sobre un cerro para arder en cuanto sean avistados. Tijon huye, pero Sofía, una muchachita a la que ama, lo busca y lo convence para quemarse con ella. Los soldados llegan con órdenes de tratar de evitar la inmolación, pero resulta imposible. Muchos perecen en la capilla incendiada, aunque Kornili escapa  en el último momento para proseguir su criminal prédica. Tijon, ya desvanecido, es salvado por él, pero unos días después decide separarse, decepcionado del carácter sanguinario de esta fe.

El epílogo del libro se dedica a narrar la vida de Tijon tras su huida de Vetluga. En Moscú se une a una secta que rinde culto a “Cristos vivos” con cánticos, bailes extenuantes, orgías sexuales y, ocasionalmente, sacrificando y devorando recién nacidos, la llamada “muerte blanca”. Esto no lo tolera Tijon, que aborta la ceremonia y resulta herido. Viaja después a San Petersburgo con el obispo Teófano y trabaja ordenando su biblioteca. Leyendo a los filósofos: Descartes, Leibniz, Spinoza…, vive la pesadilla de un cosmos frío, un artefacto odioso donde no existe lugar para el amor y la dicha que este genera.

Huye de la capital y se establece con dos ancianos eremitas de la isla Valaam, en el lago Ládoga: Hilarión y Serguéi. Estos viven juntos en armonía aunque representan dos vías espirituales muy diferentes. Hilarión practica ayunos y mortificaciones, mientras que Serguéi sigue una “vía intermedia”, evitando los extremos y concentrado sobre todo en la oración de Jesús: “Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí.”, que según muchos místicos de la ortodoxia, combinada con ejercicios respiratorios, sirve para alcanzar la unión con el absoluto. Un día Tijon tiene una visión; es una terrible experiencia durante una tormenta que lo deja incapaz de hablar, y tras ella reemprende su peregrinaje decidido a predicar la fe en una nueva iglesia.

SÍNTESIS MAGISTRAL DE UNA ÉPOCA

En Anticristo. Pedro y Alekséi, Dmitri Merezhkovski nos sumerge en una época decisiva de Rusia. Lo viejo se resiste a desaparecer, mientras lo nuevo se impone por el terror. Con su talento para la síntesis, consigue mostrar toda la complejidad de aquel tiempo en unas pocas escenas, llevándonos de las borracheras y orgías paganas de la corte a la fe esclerotizada y los delirios apocalípticos de los viejos creyentes. Pedro ejecuta la “modernización” de Rusia, pero entendemos enseguida que somete al cuerpo social a una tensión extrema y que con ella sólo logra a fin de cuentas que la autocracia clave sus garras con más fuerza. La transición del feudalismo al capitalismo no es ningún regalo para los que forman la base de la pirámide social.

Conflictos de poder, inevitables en un sistema autocrático, se desbordan con una violencia implacable. Visiones enfrentadas sobre religiosidad y política se entretejen con desavenencias personales, y todo es tan monstruoso que al fin el parricidio llega a parecer lo más “razonable” a la mente de Pedro. El pueblo simplemente no cuenta como algo humano. Es una propiedad de los poderosos, que estos explotan sin misericordia. Abandonado a su ignorancia, no es extraño que encuentre en el suicidio una solución también “razonable”. Es el triunfo de la muerte lo que vemos desarrollarse ante nosotros inexorable, con los dorados ornamentos y el coro atronador de una liturgia ortodoxa. ¿No existe realmente esperanza?

Tras la lectura de la obra, quedamos con la impresión de que su autor ha profundizado en la situación que vivió Rusia a comienzos del siglo XVIII y se ha introducido en la piel de algunos de sus protagonistas con el único fin de transmitirnos el mensaje que dominaba su pensamiento. Hay una extraña semejanza entre el progreso espiritual del zarévich Alekséi y el de Tijon, los dos abrumados por dudas y los dos con una visión en un momento clave que les revela el sentido de todo. Esta visión es además en los dos casos similar, con un anciano de pelo blanco como símbolo solar y eucarístico, y da forma, como no podía ser de otro modo, al misticismo cristiano que siempre defendió el autor del libro.

Éxitos militares, ganancias territoriales y las avenidas y canales de una hermosísima ciudad comprendemos al fin que son sólo la careta festiva de una sociedad abismada en extremos nauseabundos de injusticia y desigualdad. Merezhkovski, a pesar de sus dotes proféticas que le hacen ver con claridad en 1905 el sangriento fin de los Románov,  sólo tiene para oponerse a todo esto un misticismo que no aporta ningún análisis o crítica racional del entramado social y se muestra impotente para llevar a cabo en él cualquier transformación.