Primera versión en Rebelión el 11 de octubre de 2023
Los que por entonces ya teníamos uso de razón no olvidaremos nunca aquel 11 de septiembre de 1973 en que unos criminales uniformados precipitaron a una nación hermana en el abismo. Medio siglo es mucho tiempo, pero dónde nos sorprendió la noticia y cómo reaccionamos son recuerdos grabados a fuego en nuestra memoria. El chileno Marcos Roitman (1955) consiguió escapar de la represión y se estableció en España, donde ha desarrollado una carrera como ensayista y académico en la que destacan sus contribuciones al análisis de los procesos sociales en curso en América Latina.
Su último trabajo, Por qué no fracasó el gobierno de Salvador Allende, acaba de ser editado por Sequitur y plantea una reflexión sobre el sesgo auténticamente emancipador de las políticas impulsadas en Chile en aquel tiempo y la pervivencia de su legado. Contra la opinión de que éstas se saldaron con un fiasco, Roitman defiende que resultaron exitosas, al aportar elementos esenciales de estrategia y debate a las izquierdas transformadoras de todo el mundo. Su tesis es que el proyecto que alentaba en ellas, tan cruelmente exterminado, mantiene plenamente su vigencia.
Contra el relato que trata de imponerse
Como suele ocurrir, tras el crimen el poder impone la tergiversación histórica que lo justifica. En nuestro caso, Salvador Allende es presentado como un dictador en ciernes, y el golpe como una medida dolorosa pero inevitable. Un recorrido por las interpretaciones de los hechos que se formulan por parte de la derecha y amplios sectores de la izquierda incide en un lugar común, que no es otro que la trayectoria desastrosa, cuajada de errores, del gobierno de la Unidad Popular. Contra esta visión es fácil argumentar de entrada que el apoyo a Allende creció de las elecciones de 1970 (36,4 %) a las de 1973 (44 %). El proyecto se mantenía pujante pues, contra lo que intentan hacernos creer, y no cedía un ápice en su apuesta por una auténtica transformación económica del país, que excluía, obviamente, componendas con latifundistas y grandes industriales. Es por esta razón por la que hubo que recurrir contra él a la brutalidad más extrema.
El socialismo chileno no contemplaba ningún escenario de violencia, lo que no libró de ella a los que lo preconizaban. Roitman explora las similitudes entre la ferocidad que allí se desató y la de España en 1936, episodios de represión entre los más espantosos del siglo XX, saldados hoy con amnistías amnésicas y mártires por las cunetas. Un repaso detallado del Putsch chileno muestra la red de complicidades que lo hicieron posible, entre burguesía, partidos de derechas y mílicos, sin olvidar el rol esencial del dúo Nixon-Kissinger. La trama se empieza a tejer ya con el acceso de Allende a La Moneda en septiembre de 1970 e incluye acciones terroristas, como el asesinato del general René Schneider sólo un mes después, y la desestabilización económica del país. En 1973, en los meses previos al golpe proliferan ataques de todo tipo, y la única sorpresa al fin es ver encabezando la asonada a un general que se declaraba “leal hasta las últimas consecuencias”.
La burguesía brindó con champán aquellos días, pero su éxito llegó sólo cuando fue capaz de imponer su relato. Con este fin, un subterfugio importante fue apropiarse del concepto de “libertad”, que pasó de agrupar las cuatro señaladas por Roosevelt: de expresión, religiosa y de vivir sin miedo y sin penuria, a significar sólo la movilidad sin restricciones del capital neoliberal. Este planteamiento será luego respetado en la era post Pinochet, y el despegue en cifras macroeconómicas que se consiguió será el gran argumento para ver el holocausto en que se fundó todo como un “mal necesario”. Roitman no considera a los dirigentes actuales del país que razonan de esa manera “traidores”, sino “conversos”. Ellos insisten tercamente en sus discursos en no remover demasiado la historia a fin de “superar todas las divisiones para que el odio y los enfrentamientos no envenenen a las generaciones futuras”.
La conclusión que se desprende de esto es ciertamente triste. “Chile es una sociedad enferma”, afirma Roitman. La derecha se ufana de haber derrotado al comunismo y una falsa izquierda le sigue el juego. No podrá alcanzarse la normalidad hasta que el cruento golpe deje de ser atribuido a un fracaso de la Unidad Popular, y se comprenda que fue sólo el resultado de la acción conjunta de los sectores más reaccionarios de la sociedad, al servicio del gran capital, contra un gobierno democrático empeñado en justas y necesarias transformaciones.
Chile: la derecha golpista contra el cambio social
El libro se completa con un análisis de la situación política de Chile en los años inmediatamente anteriores al golpe. La Democracia Cristiana se había fundado en 1957, con inspiración del nacionalcatolicismo y el falangismo español. En 1966, reagrupando a liberales y conservadores, firmemente opuestos a las tendencias estatistas dominantes en la izquierda, se constituyó el Partido Nacional, que consumado el golpe se autodisolvió. Muchos de sus miembros pasaron entonces a colaborar con la Junta Militar, al igual que hicieron algunos intelectuales antiestatistas y gremialistas que desdeñaban a los partidos políticos, aunque promovieron la toma de las calles y las “caceroladas” contra Allende. Éstos fueron definidos como “la burguesía en la escuela de Lenin” y muchos de ellos habían confluido en Patria y Libertad, movimiento fundado en 1970.
Eduardo Frey, de la Democracia Cristiana, logró un éxito arrollador en los comicios presidenciales de 1964 y asumió el poder defendiendo un rechazo por igual de capitalismo y comunismo. Sin embargo, tras el triunfo de Allende en 1970, él y su partido se deslizaron a posiciones golpistas, e intentaron provocar el colapso económico con acciones de sabotaje. Trataban además de vetar al ejecutivo desde las cámaras legislativas, y cuando en las elecciones de 1973 las derechas no lograron los 2/3 necesarios para ello, recurrieron a acusaciones de fraude. En septiembre de ese año, los argumentos utilizados para el levantamiento fueron tres: un inventado autogolpe en curso de la Unidad Popular, el caos económico y la inconstitucionalidad del gobierno en el uso del poder. Lo cierto es que resultaba muy cínico culpar al gobierno de un caos que había sido creado por sus mismos denunciantes, pero lo más terrible es que estas falacias son repetidas hoy por dirigentes de partidos de izquierda. Roitman señala también cómo tras el fin de la dictadura, publicaciones que cuestionaban el relato que se trataba de imponer fueron ahogadas económicamente por los nuevos gobiernos. El lector español contempla en el caso chileno sucias aquiescencias y pactos de silencio que le resultan muy familiares.
Tras revelar tanta ignominia, el libro concluye con un recuerdo de Salvador Allende, un hombre que hermanó los ideales humanistas y libertarios de la masonería, con larga tradición en su familia, y el socialismo democrático, aunque no dudó en renunciar a la primera cuando comprobó su pasividad en los procesos desencadenados en Chile. Para Roitman, Salvador Allende no es una figura de museo. Más allá del respeto que merece su trayectoria y su sacrificio heroico, su política, auténticamente democrática y al mismo tiempo comprometida con la superación del capitalismo, es una referencia ineludible en un presente marcado por una vesania acrecentada de ese sistema económico. He aquí el argumento central y el gran mensaje de Por qué no fracasó el gobierno de Salvador Allende.