Primera versión en Rebelión el 14 de octubre de 2015
El historiador Jean Maitron (1910-1987) dedicó su vida a investigar los orígenes del movimiento obrero en Francia, y sobre este tema realizó una recopilación exhaustiva de documentación que en gran parte se custodia en el Centro de Historia del Sindicalismo de la Universidad de Paris I, del que fue fundador y cuya biblioteca lleva su nombre. En Ravachol y los anarquistas nos presenta una colección de textos de los propios revolucionarios, como memorias, correspondencia, etc. introducidos y comentados por él, que nos muestran la evolución del pensamiento y la praxis libertarios desde la Comuna hasta la Gran Guerra.
Tres fases pueden considerarse en el periodo señalado. La primera arranca con la reorganización de los elementos antiautoritarios de la Internacional en el congreso de Londres de 1881, en el que se hace una encendida defensa de la propaganda por el hecho y la acción insurreccional. Estas intenciones fructifican en una cadena de atentados entre 1892 y 1894, pero la represión que sigue y un replanteamiento de la cuestión por los propios anarquistas provocan un cambio de táctica. En la segunda etapa, los libertarios deciden hacer proselitismo en los sindicatos. Es está una edad de oro con un notable enriquecimiento mutuo, pero el virus individualista terminará dominando el movimiento en la tercera fase, que alcanza su máxima expresión con las actividades de la banda de Bonnot.
El primer texto, debido probablemente a Sébastian Faure (1858-1942), uno de los principales propagandistas libertarios de la época, fue usado en la defensa de un anarquista en 1891 y denuncia la apropiación por unos pocos de las riquezas del mundo, que condena a las muchedumbres a la miseria, pero también la indolencia de los que lo consienten; es por esto que la revuelta es necesaria y justa y el enfrentamiento con los que la reprimen, inevitable. Sigue un documento de extraordinario interés, nada menos que las memorias de Ravachol (1859-1892). Este, en 1891, decide vengar a unos compañeros condenados e intenta hacer volar comisarías y edificios donde habitan jueces, provocando grandes destrozos pero ninguna muerte. Es detenido en un restaurante al ser reconocido por un camarero al que trataba de catequizar, y antes de ser guillotinado dicta a sus carceleros unos apuntes en los que se declara convencido de que la única solución para las infames desigualdades sociales es una revuelta que aniquile el derecho de propiedad y el dinero en el que se materializa esta. Unas pocas horas diarias de trabajo serían suficientes en una sociedad bien organizada y sin oficios inútiles. Después justifica sus atentados en la necesidad de destruir a los enemigos del nuevo orden y transmitir energía y voluntad a los indecisos.
Ravachol nos relata además su vida, su origen humilde y sus tempranos trabajos en granjas, minas, talleres y de pastor por los montes. Conoce así todas las humillaciones de los pobres, y pronto también las ideas anticlericales y de transformación social. Cuando estas lo hunden en el paro, para mantener a su madre, sus hermanos y su amante roba por los campos y se convierte en contrabandista. Luego falsifica moneda, profana tumbas y saquea casas deshabitadas. Por fin, el 18 de junio de 1891 asesina y desvalija a un viejo ermitaño, y pocos días después, denunciado por el cochero que lo había llevado en una visita posterior al lugar del crimen, es arrestado. Cuando consigue escapar, viaja a París, donde realiza los dos atentados con bombas de los que ya hemos hablado y que no están recogidos en sus memorias. Condenado a muerte, recibe la sentencia con el grito: “Viva la anarquía”. Es guillotinado el 11 de julio tras rechazar al cura y cantar una canción anticlerical. Tenía treinta y tres años y fueron muchos los que vieron en él un Cristo violento que anunciaba la revolución.
El siguiente protagonista es Émile Henry, que nació en 1872 en una familia burguesa y recibió una esmerada educación. Relacionado con medios anarquistas, es detenido en mayo de 1892 y liberado poco después. El 8 de noviembre de ese año coloca una bomba en las oficinas de la Compañía de las Minas de Carmaux, que explota en la comisaría a donde es trasladada, provocando varios muertos. El 12 de febrero de 1894, hace estallar otra en el café Terminus en la avenida de la Ópera, en un momento en que estaba abarrotado, con un muerto y numerosos heridos como resultado. Apresado en su huida, declara en el juicio su intención de apoyar con su primer atentado la huelga de los mineros, traicionados por los timoratos reacios a usar todos los medios de lucha, y provocar con el segundo el mayor daño posible a la clientela burguesa del café. No piensa que pueda haber víctimas inocentes, pues “la burguesía al completo vive de la explotación de los desgraciados, y al completo debe expiar sus crímenes.” Además, el terror indiscriminado de sus bombas sólo responde, según él, al terror indiscriminado, policial y judicial, contra los anarquistas, que alcanzaba su clímax por aquellos días. El 21 de mayo, Émile Henry es guillotinado. Aporta su vida como un tributo a la revolución que ha de triunfar inevitablemente. Sus últimas palabras fueron: “Valor, camaradas. ¡Viva la anarquía!”
Tras el periodo de atentados, voces más moderadas logran que el movimiento libertario adopte una estrategia de sindicalismo revolucionario. Destaca entre ellas la de Joseph Tortelier, de oficio carpintero, que fue decisivo para el resurgir de una vieja idea que merecía convertirse en eje de referencia: la huelga general. Comienza así la penetración de las tesis anarquistas en la Confédération Générale du Travail (CGT), fundada en 1895, cuyo congreso confederal de Amiens en 1906 asume el objetivo de la huelga general. Dentro del campo ácrata, Pierre Monatte es el máximo defensor de esta deriva sindical, basada en la acción directa que hará a los trabajadores protagonistas de su emancipación, con la huelga y el sabotaje como instrumentos. Sin embargo, en el congreso libertario de Ámsterdam de 1907, Malatesta se muestra crítico con un sindicalismo que no siga alimentado por el fermento anarquista, y una huelga general que no esté preparada para la confrontación armada que surgirá de ella inevitablemente.
Los atracos de la banda de Bonnot, que arrancan en diciembre de 1911, ambiciosos y pródigos en sangre, evidencian la resolución desesperada de un grupo de obreros anarquistas con algún intelectual próximo, como Víctor Lvóvich Kibálchich, autor de artículos en anarquía con el seudónimo de Le Rétif que andando el tiempo cambiará por el de Víctor Serge. Maitron nos acerca a sus biografías y a la historia de los meses febriles que culminan con la muerte de Bonnot y tres de sus compañeros y la detención de los demás entre marzo y mayo de 1912. El libro recoge informes policiales con los detalles de estos altercados, así como las memorias de Garnier ¿Por qué he matado?, testimonio del esclavo del salario que busca un camino de libertad a no importa qué precio.
Las sentencias se conocen en febrero de 1913 y son cuatro a muerte y dos a trabajos forzados a perpetuidad. Los anarquistas condenaron en su inmensa mayoría los actos de la banda y vieron en ellos un mimetismo de la violencia burguesa. Kibálchich en sus cartas desde la prisión, en la que pasará cinco años, critica las brutalidades cometidas por sus amigos, aunque reconoce que su rebeldía está muy próxima a la suya. El libro concluye con un breve repaso a los hitos fundamentales del anarquismo francés tras la época estudiada y una bibliografía sumaria.
Crónica de unos años en que el fermento libertario se difundía con fuerza por los sectores explotados de la sociedad francesa, el libro nos muestra sus dudas y vaivenes entre la resolución y el posibilismo, dilema de plena vigencia en este tiempo nuestro. De este modo, con su inventario de errores que sería preciso no volver a repetir, la lección de la historia queda expuesta ante nosotros. Otra conclusión de la lectura de la obra es que dando la voz a los protagonistas se consigue una aproximación mucho más clarificadora que cualquier sesudo comentario.