Primera versión en Rebelión el 4 de abril de 2023
Dentro de poco se cumplirán diez años del fallecimiento del psiquiatra norteamericano Arthur J. Deikman, que fue mucho tiempo profesor en la Universidad de California en San Francisco y destacó por sus investigaciones sobre los estados místicos con una perspectiva que trataba de interpretarlos a la luz de la psicología occidental. Son notables además sus estudios sobre los mecanismos mentales actuantes en los cultos y sectas que proliferaban en la sociedad norteamericana en las décadas finales del siglo XX.
En la producción de Deikman sobresale un libro de 1982 que fue editado en español por el Fondo de Cultura Económica en 1986 con el título de El yo observador. Misticismo y psicoterapia. Este trabajo aporta un enfoque pionero, al transmitir las experiencias y argumentos de quien era simultáneamente un investigador y psicoterapeuta reputado y un erudito conocedor y practicante asiduo de diversas tradiciones místicas.
Nacido en Nueva York en 1929, Deikman estudió matemáticas y física antes de decidirse por la medicina, y toda su vida manifestó también devoción por la poesía y la música. Aunque terminó siendo un profesional de la psiquiatría, sus afanes vitales reflejaron siempre una pasión humanista de amplio espectro e interés por las explicaciones profundas que a través de la ciencia y el arte es posible encontrar para el enigma de la existencia. Todas estas inquietudes afloran en su libro de 1982 sobre el yo observador, cuyos aspectos esenciales me gustaría sintetizar aquí.
La experiencia mística
La primera parte de la obra está dedicada a ofrecer una definición del misticismo que echa por tierra algunos prejuicios dominantes en Occidente. Se trata, para empezar, de una experiencia interior y netamente diferenciable de la religiosa, pues esta última atiende a elementos externos, como dioses o rituales. El objetivo que se plantea el misticismo es en principio el mismo de la psicoterapia, es decir, la eliminación del sufrimiento, pero persigue además una explicación del sentido de la existencia que no hallamos en aquélla lo que le aporta una visión más amplia.
Repasar la historia de las corrientes místicas sirve para poner de manifiesto la unidad esencial de sus planteamientos, métodos y resultados, aunque éstos se hayan desarrollado con matices y nombres diversos. Esto es para Deikman evidencia de un conocimiento sólido detrás de todas estas escuelas, identificable como un hilo continuo a través de las Upanishads hindúes, los sutras budistas, y los escritos de algunos filósofos griegos y los místicos sufíes y cristianos. Todos ellos abren la vía a una experiencia posible en la que la mente pensante se libera de una falsa visión de sí misma y el sufrimiento inherente a ella. La idea medular resulta ser una transformación de la conciencia humana a través de la cual ésta descubra un sentido profundo en su propia existencia, que siente fundida con el principio rector de todo.
La posibilidad de este conocimiento se basa en la intuición, lo que obliga a repasar el significado de este concepto. Más allá de la experiencia sensorial y el razonamiento consciente, la intuición es más bien una reminiscencia. En este sentido, las conclusiones de Platón, Spinoza, Kant o Bergson son asombrosamente parecidas a los mitos del pueblo hopi de Norteamérica, en cuanto todos ellos aluden a un saber que no es sensible ni argumentativo, sino que “se impone” con la contundencia de un lúcido recuerdo. Desacreditado después en la filosofía positivista y la psicoterapia, este concepto tiene vigor sin embargo entre los científicos, que explican a través de él muchas veces el origen de sus descubrimientos. Especialmente la física moderna ha erigido un modelo del cosmos que enfatiza una misteriosa unidad en él, al tiempo que desvela la naturaleza ilusoria de lo que comúnmente llamamos “realidad”, todo lo cual abre puertas para que la intuición ofrezca visiones novedosas.
La base teórica: el yo observador
El misticismo tiene una relación crucial con el problema del yo. El pensamiento occidental está dominado por el “yo objeto” que ejercita sus actividades mentales (pensantes, emotivas y funcionales) en cada individuo. Frente a éste, en Oriente se desarrolló el concepto del “yo observador”, un “centro transparente” que se percata de las tareas del “yo objeto” y al que es imposible dotar de un contenido. Es simplemente un ojo que mira.
Es cierto que la función observadora resulta importante en el psicoanálisis o algunas técnicas de la terapia Gestalt, pero Deikman pone de manifiesto la confusión que arrastra generalizadamente la psicología occidental respecto al asunto del yo observador. Esto tiene trascendencia, porque uno de los síntomas en muchos trastornos neuróticos y psicóticos es la disminución de la función observadora, con lo que el aumento de ésta tiene un extraordinario valor terapéutico. Sólo en la década de 1980, después de la publicación del libro de Deikman, comenzó el desarrollo de la Acceptance and Commitment Therapy, una vía de tratamiento psicológico que hace un uso del yo observador más fiel a la concepción budista.
El tipo de conocimiento que produce el yo observador no es sensible ni argumentativo, y si las turbulencias del cuerpo y la mente se reducen al máximo, su conciencia se percibe intuitivamente conectada con un principio cósmico al que cada tradición reconoce con un nombre distinto. Hay que decir además que frente al conjunto de esquemas artificiosos y valores aprendidos que dominan el yo objeto, el yo observador aporta una visión de nuestra unidad con todos los seres sintientes.
La estrategia: la meditación
Establecido el significado del yo observador y lo provechoso que puede resultar, la buena noticia es que existe una técnica secular que ha revelado una gran eficacia para ejercitarlo, que no es otra que la meditación. Desde la década de 1960 la difusión de ésta en Occidente es muy amplia y en la actualidad los estudios clínicos muestran efectos fisiológicos y psicológicos que la han convertido en un instrumento terapéutico valioso.
Pueden distinguirse dos tipos de meditación: concentración e introspección. En la primera se fija la atención en algún objeto, conjunto de palabras o sensación, mientras que en la segunda se prescinde de esto y simplemente se permanece atento, aunque indiferente, a los pensamientos o sensaciones que aparezcan espontáneamente. La experiencia de los practicantes de estas técnicas es que progresivamente desarrollan una conciencia sutil en la que todos los contenidos de la mente se perciben como fugaces y ajenos a su propia esencia.
Las diversas tradiciones tienen textos que explican con lujo de detalles el método a seguir en los ejercicios de meditación y aquí otra vez se aprecia tras la multiplicidad de nombres una unidad de perspectiva, objetivo y resultado. Las primeras estaciones del viaje somos nosotros mismos tras años de educación alienante, culto ególatra y perversión consumista, y apresados en un yo objeto con el que nos identificamos pero del que en realidad somos tristes esclavos. La estación final que nos promete el viaje es una conciencia que constata la liquidez de lo que antes era sólido y es capaz de sonreír en cualquier circunstancia, porque capta la esencia profunda en que se sustenta. Si valoramos más que nada la acción para transformar el mundo, este viaje constituye la higiene necesaria para percibir con claridad en nuestra existencia los objetivos realmente merecedores de atención.
Psicoterapia o misticismo
Deikman explora en esta obra la compleja conexión entre dos corrientes con tradiciones e intereses diversos, pero también afinidades. La psicoterapia puede beneficiarse de técnicas como la meditación para lograr la eliminación de síntomas neuróticos o psicóticos y restituir al paciente a su vida normal. Esto es importante sin duda, pero no debe hacernos olvidar que la meditación surgió hace muchos siglos con el propósito de servir como herramienta práctica de desarrollo mental dentro de escuelas de pensamiento místico y que más allá de usos concretos, éstas muestran un potencial extraordinario para reorientar todo el sentido de nuestra existencia.
La perspectiva global que se consigue a través del libro pone de manifiesto cómo las filosofías místicas que encontramos en diversas culturas coinciden en un sustrato común, y que éste es útil para depurar la conciencia e incrementar su empatía, forjando en realidad un ser humano nuevo, liberado de los aspectos más negativos y generadores de sufrimiento. Esta constatación invita a pensar seriamente cuál puede ser la aportación de estos procesos en unas circunstancias históricas concretas y cómo pueden incardinarse con otros intentos legítimos de combatir los males de la sociedad.
En este mundo regido por un sistema económico desquiciado que ha impuesto universalmente su ideología de barbarie, resulta imprescindible el análisis de las formas y mecanismos de la explotación de unos seres humanos por otros, así como el diseño de estrategias para que ésta sea abolida. Sin embargo, considerando que el capitalismo funciona gracias a los procesos mentales que ha creado en nosotros, es razonable pensar que las técnicas para lograr una visión correcta que Deikman describe en El yo observador pueden ser un complemento crucial de las acciones y movilizaciones necesarias para la transformación del mundo.
El Buda decía con razón que el gran problema es el sufrimiento, y habida cuenta de esto, no deberíamos desdeñar ninguna de las vías posibles para combatirlo. Si fuéramos capaces de integrar todas las estrategias contra él, alcanzaríamos tal vez la meta que Deikman señala en los acordes finales del libro: “La cosecha de nuestros esfuerzos será una comprensión más profunda de la vida humana y la capacidad de llevar más adelante su evolución”.