Primera versión en Rebelión el 26 de enero de 2007
Nacida en los círculos humanistas florentinos de finales del XVI, en parte como un intento de recuperar las representaciones de teatro musical de la antigua Grecia, la ópera tiene un desarrollo progresivo en cuyos primeros estadios el acercamiento al género de grandes músicos permite ya la creación de obras magistrales. Es este el caso, entre otros, de Claudio Monteverdi (1567-1643), Jean Baptiste Lully (1632–87), Henry Purcell (c. 1659–95), George Frideric Handel (1675-1759) o Jean Philippe Rameau (1683–1764). No obstante, la genialidad de las óperas en que participan estos autores está asociada más a la música que ellos logran crear que a ninguna otra cosa. Creo que fue Charles de Saint-Evremond, un francés del XVII quien dijo, más o menos, que la opera es el desdichado resultado de la imposible colaboración de un poeta y un músico. Es esta una expresión un tanto desabrida, pero que sin duda acierta a señalar el defecto esencial de la ópera que se consumía por las clases aristocráticas en aquella época. Se trataba de una sucesión de números musicales, mejor o peor hilvanados, pero carente de una sólida estructura dramática. Solamente cuando un músico genial participaba en el asunto podían esperarse resultados brillantes.
La renovación de la forma operística y la creación de un género sobrio y equilibrado, con capacidad para expresar las más profundas y complejas emociones humanas, es un mérito que corresponde a Christoph Willibald Gluck (1714-1787), un músico alemán que trabajó sobre todo en Viena y en París. Sólo tras una larga y exitosa carrera como compositor de óperas, se propone Gluck una transformación del género, y son tres obras magistrales: Orfeo ed Euridice (1762), Alceste (1767), y Paride ed Elena (1770), las que marcan este punto de ruptura. En el prólogo del Alceste, Gluck y su libretista, Ranieri Calzabigi (1714-1795), explican sus intenciones. Simplicidad, verdad y naturalidad son sus objetivos. Se trataba, según ellos, de sustituir las endiabladas intrigas y enredos de las viejas óperas por una historia simple y natural. Del mismo modo, relaciones humanas ocupan el lugar de las viejas convenciones cortesanas, y el coro pasa a ser un protagonista más, como en la forma clásica, y a participar en el drama. La misión de la música es apoyar la poesía del texto y ha de seguir las situaciones de la historia, sin interrumpirla ni añadirle ornamentos superfluos. El recitativo secco (sin acompañamiento) es eliminado (excepto en Alceste); y el resto de los elementos: aria, coro, recitativo accompagnato, partes orquestales, etc. quedan soldados en escenas y grupos de escenas con una arquitectura dramática. En las grandes óperas francesas de su última época: Iphigénie en Aulide (1774), Armide (1777), Iphigénie en Tauride (1779) y Echo et Narcisse (1779), Gluck consigue efectos sorprendentes con perfecta fidelidad a las normas de su “estilo reformado”.
La belleza, el equilibrio formal y la pasión siempre contenida de estas obras han hecho de ellas un paradigma del clasicismo musical. Transformada al fin la ópera en un poderoso medio de expresión poética, sus capacidades serán desarrolladas por los grandes creadores que se acercarán al género. Muy poco después, Mozart dejará su impronta genial, y Beethoven, como no podía ser menos, llevará a las barricadas una forma musical que había sido creada para solaz de las clases aristocráticas y burguesas en el canto a la justicia y la libertad de su Fidelio (1805).
La ópera fue siempre un espectáculo integral de difícil y costosa ejecución. Su acercamiento al gran público sólo fue posible con los avances tecnológicos del siglo XX. Hoy en día, la facilidad con que podemos escucharla puede describirse como milagrosa.