Primera versión en Luke (octubre de 2007)
A través de las cosas, un paisaje distinto se insinúa y nos llama. Sabores y sonidos, olores y colores son heraldos que nos hablan de él. Y así volvemos a nacer cada instante en la red del anhelo, prisioneros del ayer y el mañana.
Sabemos que todo eso ahí “es” simplemente, pero nos vence el fantasma del ego, dividir y vencer. Ser únicos nos deslumbra, poseer nos justifica. Detener el mecanismo muestra la oscura trama, formas en fuga que desatan un alud en la noche.
Decimos: la tierra está muerta, el agua está muerta, los animales son extraños y ajenos. Sin embargo, un alma late en el volumen de la montaña, en la vida cierta y alegre del río, en los ojos de cada ser enfrentado a la hostilidad del planeta.
En medio de la nada, un hombre dibuja signos en el silencio. La maldición del ser se refleja en su grito callado, y sus gestos expresan las emociones más extremas, ecos de simetrías que gobiernan el mundo.
La medida que es oscura raíz de cada ser y cada sentimiento se despliega en el baile del demiurgo. El pájaro y la nube, el insecto y la luz son música callada que resuena en su mímica.
En el tenso silencio, las manos del hombre, su cuerpo y su rostro son capaces de decir esa armonía, y la angustia se diluye en el equilibrio de todos sus movimientos. Este es el poder de la forma, que revela el vacío.
Fingimos desear, pero también sabemos que “esto” es sólo lo idéntico.