Primera versión en Rebelión el 6 de septiembre de 2022
El quinto centenario de la llegada de los europeos a América sirvió para una rancia reivindicación de la aventura imperial por parte de los empeñados en continuarla hoy con el arsenal del capitalismo neoliberal. Sin embargo, el aniversario propició también una reflexión y toma de conciencia que cristalizaron en libros con los que desciframos escenarios esenciales de aquel episodio de la historia, tan trascendental como falseado y manipulado.
Entre estos volúmenes destaca Tentación de la utopía (Tusquets y Círculo de lectores, 1991), un trabajo muy documentado y profusamente ilustrado sobre las misiones promovidas en Paraguay por los jesuitas durante los siglos XVII y XVIII. La obra recopila testimonios sobre aquella sociedad, introducidos y editados por Jean-Paul Duviols y Rubén Bareiro Saguier, y cuenta además con un amplio y revelador prólogo de Augusto Roa Bastos, que puede descargarse en la red.
Utopía en el Nuevo Mundo
El autor de Yo, el supremo nos ofrece en su texto reflexiones muy empáticas sobre un experimento social que atrajo la atención de los pensadores más influyentes. Hegel no se esforzó en entenderlo y lo despreció irónicamente, pero Voltaire reconoció que los cuáqueros en el norte y los jesuitas en el sur de América habían expiado las crueldades de los primeros conquistadores, dándole “una nueva luz al mundo”.
La idea de “urbanizar” a los indios en reducciones surgió ya a comienzos del siglo XVI, y Bartolomé de Las Casas auspició las primeras, que no duraron mucho, en los territorios de las actuales Venezuela y Guatemala. Por lo que respecta al Paraguay, los franciscanos realizaron intentos todavía en el siglo XVI, sin cuestionar el espíritu de la encomienda, esto es la condena de los indios a trabajo forzado en las haciendas de los españoles. Como resultado de esta imposición, el tejido social de los guaraníes y su cultura estaban siendo destruidas implacablemente, mientras la extenuación y las enfermedades los diezmaban y las revueltas que estallaban eran reprimidas salvajemente.
Esta espiral de violencia, brutal explotación y muerte va a ser desafiada por la llegada al país en 1585 de los jesuitas, que abogan por un modelo de colonización bien diferente. Ellos centrarán su trabajo en las tribus aún no sometidas, y con ellas tratarán de edificar un orden social económicamente próspero, pero respetuoso con los derechos de los indígenas reconocidos en las Leyes de Indias y capaz además de defenderse militarmente tanto de los encomenderos como de los bandeirantes paulistas, que en el siglo XVII “cazaron” más de 300 000 indios para esclavizarlos. Esta tarea, que iba unida a la evangelización, había sido confiada a la Compañía por la Corona, harta de los excesos de los encomenderos, que dañaban sus intereses.
La primera reducción fue fundada en 1609. Los padres supieron conservar el colectivismo agrario de los guaraníes y aprendieron su lengua, que a partir de entonces pudo expresarse de forma escrita. Las similitudes entre el cristianismo y la religión de los indios fueron explotadas para acercarlos al mensaje del evangelio. El proceso de urbanización se consideraba necesario, pero trató de adaptarse a la estructura social de las tribus. Se construyeron poblados rectangulares para mil familias o más, con una plaza donde dominaba la iglesia, símbolo del nuevo orden. Los cambios resultaban gratos en general a los guaraníes, pues los percibían como un progreso, y en ello coadyuvó la introducción de los metales en los trabajos agrícolas, que permitía ahorrar tiempo y mejorar la eficiencia de las labores.
Las primeras décadas del siglo XVIII son la edad de oro de las misiones, con una extensión de más de cien mil kilómetros cuadrados y la mayor producción mundial de algodón y hierba mate, aparte de otras importantes de trigo, maíz, tabaco y caña de azúcar. La lengua de los indígenas era la oficial, lo que constituye una notoria excepción en la historia del colonialismo, y las imprentas sacaban a la luz numerosos textos en ella, aunque nada del cautivante universo mítico del pueblo que lo hablaba. Al mismo tiempo, la arquitectura y la ornamentación veían florecer el original barroco hispano-guaraní,
Los jesuitas querían que esta organización sirviera de modelo para todo el Nuevo Mundo, pero había intereses poderosos empeñados en que esto no fuera así. Además, como señala Roa Bastos, el proyecto humanista chocaba con el esquema colonial que los jesuitas acataban. El hecho es que los anales de las misiones registran continuas guerras, contra encomenderos y bandeirantes, pero también contra caciques insumisos. En 1735, ocho mil guaraníes fueron decisivos en la batalla de Tobati para derrotar la revolución comunera, proto-independentista, que quería acabar con las misiones en favor de los encomenderos. La entrega a Portugal de una parte del territorio guaraní en 1750 desencadenó otra cruenta guerra, que se prolongó varios años.
Bareiro y Duviols resaltan en su introducción los elementos esenciales de la vida en las misiones: la base familiar monógama, la propiedad comunitaria y la inserción en una estructura eclesial y política que dio lugar a conflictos, e incluso guerras, con obispos y gobernadores. Nos relatan también cómo fue el fin de la historia. Con la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la monarquía hispánica decretada por Carlos III en 1767, se trató de que la situación siguiera igual, sustituyendo a los ignacianos, generalmente dos por misión, por miembros de otras órdenes. Sin embargo, lo cierto es que a partir de ese momento la población en los asentamientos no deja de disminuir, desde las 110 000 almas de los tiempos de esplendor a 54 388 en 1797 y 15 314 en 1830. Paralelamente, cae la economía, los indígenas se empobrecen y se hace más aguda su explotación, lo que explica las deserciones.
Protagonistas y juicios sobre el proyecto
En los textos recogidos, son los propios jesuitas los que nos ilustran sobre las costumbres de los guaraníes, sus supersticiones e innata curiosidad, y la facilidad con que, viéndolos a ellos como “grandes chamanes blancos”, por los progresos que les aportaban, los nativos aceptaban el cristianismo, aunque se citan casos de resistencia y martirios. La aculturación en el dogma católico y la urbanización suponían para los indios una renuncia a su existencia ancestral, pero también traían ventajas y era digno de verse cómo los mayores disfrutaban con la instrucción y los logros de sus vástagos, convertidos en hábiles artesanos y trabajadores
Respecto a la vida en las misiones, en un artículo reciente recordaba lo que nos detalla José Manuel Peramás en La República de Platón y los Guaraníes. Tentación de la utopía incluye abundantes testimonios al respecto, entre ellos el de otro jesuita, el tirolés Anton Sepp, que era un gran músico y propició muchas conversiones con su arte. Éste nos describe cómo evita en su grey los pecados contra el sexto, uniendo a los quinceañeros en matrimonio, y expresa su felicidad con los progresos de “sus músicos”, intérpretes brillantes en una orquesta y coro bien afinados. Los indios muestran un enorme talento imitativo y fabrican diestros todo tipo de instrumentos, incluso musicales y relojes, pero son endiabladamente perezosos, y capaces hasta de culminar un día de labranza asando el buey y usando el arado como leña. El buen padre nos confiesa que hace poco “fue absolutamente necesario” azotar a algunos que habían descuidado gravemente las labores agrícolas. Los jesuitas administran sacramentos, visitan enfermos, ejercen de médicos y jueces, y organizan los trabajos que la comunidad debe acometer; el suyo podría definirse como un despotismo paternal.
El capítulo “La controversia acerca de las misiones” aporta testimonios de quienes, como Peramás, participaron en ellas y las juzgan modelos de convivencia armoniosa. Otros sin embargo critican acerbamente lo que ven como una tiranía y explotación por parte de los religiosos, aunque los más fustigadores suelen ser funcionarios reales que adivinamos codiciosos del éxito económico que observan. Voltaire se asombra de la transformación de los habitantes de la selva en una nación regida por clérigos, que fueron capaces de someterlos a través de la instrucción y la persuasión.
La obra recoge también otras valoraciones. Bouganville en 1769 refleja la opinión de las autoridades coloniales en el momento de la expulsión de los jesuitas. El año siguiente, el abate Raynal ve con simpatía el proyecto, aunque critica la subordinación de los indios y que los padres se apropiaran de los excedentes de producción para sus propios fines, en lo que no hay más remedio que darle la razón. Chateaubriand en su Genio del cristianismo (1802) presenta las misiones como una república cristiana con un gobierno paternal, y resalta la felicidad de los nativos, dirigidos por los mismos que, amantemente, los habían traído a una nueva y mejor existencia. No se recopilan en el libro juicios posteriores, pero es interesante recordar aquí el de Leopoldo Lugones en El Imperio Jesuítico (1904), donde reprueba con dureza la tiranía “teocrática” impuesta en las reducciones.
La discusión está abierta, pero la opinión expresada por Augusto Roa Bastos al final de su prólogo para Tentación de la utopía es tal vez lo más sabio que podemos llegar a concluir. Los jesuitas y los indios avanzaron juntos hacia un país de promisión, que podía ser simultáneamente la bienaventuranza cristiana y la utopía guaraní de la “tierra sin mal”. Desgraciadamente, la historia fue excesivamente pródiga con ellos en penalidades e infortunios.