Primera versión en Rebelión el 5 de junio de 2018
John Kenneth Galbraith en su prólogo para la Teoría de la clase ociosa, recogido en la edición castellana del Fondo de Cultura Económica (trad. de Vicente Herrero), desgrana las vicisitudes más notables de la asendereada vida de Thorstein Veblen, un sociólogo y economista norteamericano que no encajaba demasiado en el medio académico en el que le tocó vivir y que recordamos hoy sobre todo por el coraje que tuvo al aplicar su poderosa inteligencia a desentrañar los rituales de la clase dirigente del capitalismo.
Nacido en 1857 en la familia numerosa de unos inmigrantes noruegos establecidos en el medio Oeste, Thorstein estudió en el Carleton College de Northfield (Minnesota) y en 1881 viajó a Baltimore para formarse en filosofía en la John Hopkins University, pero no llegó a completar el curso, sino que inició por entonces la peregrinación por las instituciones universitarias norteamericanas que había de caracterizar su vida. Tras conseguir un doctorado en filosofía en Yale, Veblen se recluyó en el hogar familiar siete años y contrajó matrimonio. En 1891 se matricula en Cornell para cursar estudios de economía y allí permanece dos años becado hasta que es contratado en Chicago, donde aparecen sus primeros trabajos y entre ellos la que será su obra más conocida, Teoría de la clase ociosa (1899).
El libro le gana unas pocas adhesiones y el desprecio del establishment académico, e inicia así pobremente una carrera de fondo en la que acabará cosechando amplio reconocimiento y continuas reediciones hasta nuestros días. En 1906 Veblen es contratado en Stanford, pero su vida “desordenada” y sus relaciones extraconyugales hacen que sea invitado a marcharse sólo tres años después. Missouri, con nuevo matrimonio en 1914, no más afortunado que el anterior, Washington y Nueva York, son las estaciones donde siguen sus publicaciones y escándalos. En los años 20, de mala gana y envejecido, Thorstein Veblen regresa a California, y allí fallece en 1929.
La clase ociosa
La obra comienza rastreando la aparición en muchas sociedades del pasado, entre las que cabe incluir la India brahmánica o los regímenes feudales de Europa y Japón, de clases excluidas de cualquier actividad productiva y concentradas en las de gobierno, militares, deportivas y sacerdotales. El desarrollo de estas clases ociosas está para Veblen ligado a la existencia de actos guerreros o depredadores, considerados como hazañas y cuyos excedentes posibilitan el ocio de los miembros de la comunidad implicados en ellos, que adquieren además un estatus superior. La aparición de la propiedad privada que confiere honor (y no simplemente utilidad) es otro rasgo que marca esta transición. Con el tiempo, las correrías de la horda dejan paso a la acción industrial, pero el valor glorificador de la propiedad no sólo permanece, sino que se convierte en la base convencional para la estimación, aunque la proeza siga siendo apreciada.
Como el ocio otorga categoría, resulta importante su ostentación, que se consigue mediante el cultivo de los modales y tareas escrupulosamente inútiles. Se desarrolla también una clase ociosa vicaria, constituida por servidores de todo tipo, cuya inactividad da lustre a la de sus amos. Simultáneamente, el consumo ostentoso se convierte en una forma privilegiada de exhibir la fortaleza pecuniaria, con coleccionismos variados, mansiones, vestidos y alimentos como objetivos más destacados. Diversiones costosas, que recogen la tradición del potlach, sirven perfectamente a este fin. El dispendio requiere sin embargo alguna actividad, pues es necesario dotarse de “conocimientos” que muestren el grado de refinamiento alcanzado. La vida urbana, la publicidad y el auge de los medios de comunicación influyen para que el consumo ostensible domine al fin sobre el ocio ostensible.
La clase ociosa rica se ve embarcada en una espiral frenética de gasto ostensible que es observado con envidia por todo el espectro social y origina intentos de emulación. Al mismo tiempo, lo caro es revestido con las galas de lo hermoso y se modela así el gusto de las gentes, llegándose a una identificación de precio y perfección. Una devoción por lo raro, inútil y costoso, ennoblecido como bello, se convierte al fin en la ley esencial que rige la vida, desde los hábitos de la vestimenta “elegante”, hasta los cánones de la apostura femenina, con rasgos tan antinaturales como el uso de corsés o las deformaciones de pies en China. El triunfo de la decoración superflua y extravagante en arquitectura y en la creación de jardines y lugares de esparcimiento, o los gustos estrafalarios en la elección de animales domésticos proporcionan magníficos ejemplos de esto mismo. En todos los campos, el sometimiento a los designios de una moda en continuo cambio garantiza la multiplicación del gasto ostensible.
La clase conservadora
La posición privilegiada de la clase ociosa hace que ésta se identifique con las posturas políticas conservadoras dentro de la sociedad. Esto convierte automáticamente al conservadurismo en algo decoroso y por ende cualquier intento de transformar la estructura social para adecuarla a las necesidades humanas objetivas pasa a ser un tabú. La defensa de los privilegios toma así la forma de la preservación del “orden social” imprescindible para la vida, lo que impregna el pensamiento hasta de las clases más desfavorecidas. Hay que decir además que el predominio global de la ideología “pecuniaria” rebaja la eficiencia industrial de la comunidad y la hace inhábil para aprovechar los logros tecnológicos con el fin de mejorar las condiciones de vida generales.
En los últimos capítulos del libro, Veblen explora lo que considera pervivencias del pensamiento bárbaro depredador en la mentalidad de la clase ociosa del capitalismo. La afición a la proeza puede rastrearse así en la belicosidad y el patriotismo, que muchas veces se derivan hacia el deporte. Los juegos de azar, por su parte, canalizan en ocasiones las identificaciones deportivas y evidencian tendencias animistas arcaicas. Las prácticas devotas de los cultos antropomórficos representan una evolución de los rasgos anteriores, aunque reconoce que la religiosidad puede favorecer impulsos de solidaridad o sociabilidad positivos, que son reminiscencias de la época ante-depredadora. La obra concluye mostrando el conocimiento que se reproduce en las instituciones académicas como la clave de arco que trata de legitimar intelectualmente la ideología pecuniaria. La instrucción que allí se imparte resulta ser de este modo heredera, en mentalidad e incluso en las vestimentas usadas, del aparato devocional.
La contribución de un iconoclasta
El autor del libro era, como lo son muchos otros, un disidente del sistema de valores establecido en la sociedad en la que le tocó vivir, pero él fue capaz como muy pocos de ver a través de la niebla de un poderoso artefacto ideológico y de revelar la genealogía y el significado oculto de las liturgias en las que éste se manifiesta, haciendo patente su carácter insensato y obsceno. Tras su labor demoledora, podemos decir que el honor atribuido a la casta de propietarios y especuladores que reside en la cúspide de la pirámide social es percibido al fin como la prolongación delirante de los rituales de una era oscura de la humanidad. Hay que señalar además que, escrita a finales del siglo XIX, esta crítica de la clase improductiva resulta de una actualidad extrema en nuestra atribulada época, un tiempo en que el capital financiero ha tomado las riendas y una especulación salvaje se ha convertido en la razón última de la economía.
Veblen creía en el socialismo, que habría de ser alcanzado por una transformación progresiva, y no con el protagonismo del proletariado, sino de organizaciones de ingenieros imbuidos de que el desarrollo técnico debe expresarse también en un funcionamiento social más justo y armonioso. Para desbrozar este camino, Teoría de la clase ociosa pone en evidencia la construcción ideológica que modela los ritos de la clase dirigente del capitalismo industrial, al tiempo que deja para el recuerdo sentencias deliciosamente agudas en las que Thorstein Veblen se nos muestra en genio y figura: “Gran parte del encanto atribuido al zapato de charol, a la ropa blanca impoluta, al sombrero de copa brillante y al bastón, que realzan en tan gran medida la dignidad natural de un caballero, deriva del hecho de que sugieren sin ningún género de dudas que el usuario no puede, así vestido, echar una mano a ninguna tarea que sirva de modo directo o indirecto a ninguna actividad humana útil.”