Primera versión en Rebelión el 13 de octubre de 2006
“Comida mala o mal guisada”. Eso es el bodrio según el diccionario de María Moliner. Pero el vocablo resulta demasiado sugerente, y usando un poco la imaginación puede ser útil incluso buscar una definición del bodrio como género literario. Por lo menos, muchas veces hablando de libros con algún amigo, he echado en falta un término como ese. Me alababa alguien por ejemplo la última novela de Cela, y yo le replicaba: “pero si no tiene ningún hilo narrativo. No es una novela.” Entonces mi interlocutor decía, acompañando las palabras con un gesto de suficiencia: “Claro que no es una novela, ¿por qué tiene que serlo? Es algo innovador, algo nuevo.” Me callaba yo entonces sin que se me ocurriera réplica alguna. Es después, dando vueltas al asunto, cuando he hallado la respuesta adecuada. Debería yo haber dicho: “claro que no es una novela. Es un bodrio.” Y para que nadie pueda llamarse a engaño, no queda más remedio que estrujarse el numen para dar con alguna definición de este género literario que tantos cultivadores ha tenido a través de los tiempos y muy especialmente en el siglo XX. ¿Qué es un bodrio?
Sin necesidad de haber leído demasiado a los teóricos de la literatura, todo el mundo tiene más o menos claro lo que es una novela, un poema, un cuento o un ensayo. Y cualquiera sabe también que estos respetables géneros no tienen fronteras bien definidas ni son absolutamente excluyentes. Así un largo poema en prosa puede ser considerado a veces un cuento, y existen novelas que tienen a la vez todas las características que podemos pedir a un ensayo… De la misma manera, nuestra definición del bodrio pretendemos que sea aplicable a obras que comúnmente son englobadas en otros géneros, novela o ensayo por ejemplo, aunque esto significará que a nuestro juicio han fracasado como tales.
Por ir un poco contra corriente, me gustaría que usáramos aquí una definición de los géneros literarios basada en sensaciones más que en cualquier otra cosa, una definición muy subjetiva, completamente subjetiva. Un libro es algo material, papel, cartón, tinta, plástico, cuero, pergamino, ensamblados en una estructura muy especial. En un texto podemos y debemos discriminar metáforas, argumentos, planos narrativos, etc., etc., pero hay que pensar también que cuando tomamos un libro entre las manos, estamos en realidad acercándonos a un ser humano, tomándolo a él también con nosotros para que nos hable. Y cuando lo hace, se realiza el milagro de que a través del tiempo y el espacio, ese ser humano nos permite compartir sus vivencias y sus sueños, emocionarnos con ellos…
Esa comunicación es para mí lo fundamental, y por ello me gusta pensar que una obra narrativa es, en realidad, alguien que nos habla, que despierta nuestro interés sobre una historia y es capaz de mantenerlo hasta el final. No en vano era conocido Stevenson entre los samoanos como Tusitala, “el contador de historias”. Todos hemos sentido esa sensación del relato que nos atrapa y no podemos soltar. Eso es una novela. Si no da la talla por su extensión, podemos llamarla cuento.
Y qué sería entonces un poema. Podemos tomar prestada aquí la definición de Robert Graves que viene como anillo al dedo. Poesía es un texto que nos sobrecoge y produce secuelas físicas en nuestro cuerpo. Puede ser un temblor, un erizamiento del vello, una interrupción involuntaria de la respiración o unas indefinibles ganas de llorar. Varía en distintas personas, pero el cuerpo humano siempre experimenta una conmoción en presencia de la poesía.
Y resulta que al final la definición subjetiva acaba siendo la más materialista de todas. Define la novela el agarrotamiento de nuestros dedos en torno al libro que cuenta una historia, y el poema, un erizamiento del vello o alguna reacción fisiológica similar ante las emociones humanas que transmite una página. Ahora sí estamos en condiciones de definir el bodrio como género literario. La marca característica del bodrio es una sensación poderosa de aburrimiento, que comúnmente culminará en una larga cadena de bostezos.
Nada tenemos contra la experimentación en literatura, y nunca dejaremos de alabar algunas novelas que exploran las fronteras de lo que puede ser una narración, como Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos, Sinfonía napoleónica de Anthony Burgess o Los siete días de la creación de Vladímir Ye. Maksímov, por citar solo tres ejemplos de ámbitos culturales bien diversos. Pero la experimentación en ausencia de talento es una reacción química que conduce inevitablemente al bodrio. Tristemente eso ha ocurrido con demasiada frecuencia en el siglo XX.
Y no hay que extrañarse de que en esa misma época pasara algo similar en música. Dijo en una ocasión Serguéi Prokófiev: “La disonancia constituía para Bach la sal de la música. Otros han añadido pimienta y especias cada vez más abundantes en sus platos, hasta que han enfermado los estómagos más resistentes y toda la música se ha convertido en pimienta. La gente se está aburriendo ya de eso.” Este papel de la disonancia en música puede ser comparable en literatura al de la metáfora, las referencias intertextuales, el monólogo interior o la superposición de planos narrativos. El problema es que el uso de estas especias es tan absurdamente generoso algunas veces que conduce inevitablemente al aburrimiento y el bodrio.
Vagan por las librerías y las bibliotecas muchos textos de incierta catalogación. Mi intención con estas breves líneas ha sido solamente señalar un término que puede tener categoría de género literario y ha de resultar útil en bastantes ocasiones, un término suficientemente expresivo que puede ser lanzado como venganza contra un libro que nos aburre enormemente. Cuando alguien trate de razonar que esa obra es maravillosa por sutiles razones de teoría literaria, nosotros podemos responderle con sencillez: “sí, todo lo que tú quieras y más, pero es un soberano bodrio.”