Primera versión en Rebelión el 10 de marzo de 2009
Escritores que lo conocieron y trataron coinciden en presentar a Manuel Ciges Aparicio como un personaje huraño y silencioso, de indumentaria enlutada y con algo siempre de viejo prematuro. Julio Camba llega a decir de él en 1910 con su sorna galaica: “Ciges es feliz en su convicción de ser mucho más desgraciado que sus contemporáneos. Su verdadera desgracia sería la de encontrarse con otro hombre más desgraciado que él. Eso lo dejaría inconsolable.” La tristeza de Ciges parece que venía ya de alguna inconfesable desdicha familiar que sus biógrafos no han sido capaces de desentrañar, y fue robustecida luego sin duda en la prisión y el destierro que este país solía reservar a los que trataban de mejorarlo. Su obra literaria, sin embargo, no es pesimista en absoluto, sino que se concentra en un retrato ajustado e irónico de la sociedad española de su tiempo, apuntándose en ella también vías para su regeneración. Brillantes por su prosa amable y su sagacidad de observador, sus libros nacieron sobre todo de un impulso ético, y tal vez sea la mejor prueba de esto que fue precisamente entre 1917 y 1923, en los años en que su compromiso con la transformación social fue menor, cuando dejó también de lado su trabajo narrativo.
Manuel Ciges Aparicio nació en Enguera (Valencia) en 1873 en una familia de comerciantes de clase media. Tras estudiar el bachillerato en Azuaga (Badajoz), surge un problema familiar al que él mismo en cierta ocasión se refirió como “de esos que jamás revela el hombre si no ha conquistado las más altas cimas del verdadero heroísmo…” Así regresa en 1890 a Enguera, y en 1893, según nos dice, “para eludir aquel conflicto a cuyo término sólo veía el presidio y el cementerio”, ingresa en el ejército. Son éstos años difíciles. En 1895 padece una grave enfermedad de la piel y es hospitalizado en Manresa. Sus recuerdos de este episodio están recogidos en el segundo tomo de sus memorias. Posteriormente, es destinado a Cuba, y allí sus simpatías por los independentistas y sus críticas de la actuación de los militares españoles en la isla lo llevan a la prisión de La Cabaña, donde permanece en 1897 y 1898.
Repatriado con los últimos evacuados, Ciges regresa a la península y ejerce el periodismo mientras su ideología republicana evoluciona hacia el socialismo. En 1909 se afilia al partido de Pablo Iglesias y tiene que marchar exiliado a París a causa de unos artículos de protesta por la ejecución de Francisco Ferrer. Ciges era en esta época ya conocido como escritor al haber publicado entre 1903 y 1907 cuatro libros de memorias relatando sus experiencias del cautiverio, el hospital, la guerra y la vida periodística. En 1905 había aparecido también El vicario, su primer intento narrativo. En 1910, Ciges va al destierro de nuevo, esta vez por su oposición a proyectos militaristas en Marruecos, y en París trabaja como periodista y también como director de la sección hispanoamericana de la editorial Michaud hasta la desaparición de ésta. Estos años ven la luz los dos volúmenes de la serie “Las luchas de nuestros días”: Los vencedores (1908) y Los vencidos (1910), que describen las condiciones sociales en varios distritos mineros españoles: Mieres, Riotinto y Almadén, y varias novelas: La venganza (1909), La romería (1910) y Villavieja (1914). Desengañado por la quiebra de la segunda internacional a causa de la guerra mundial, Ciges abandona el socialismo poco después de 1916. Su regreso a España se produce en 1917 cuando El Imparcial, el diario monárquico de Rafael Gasset para el que era corresponsal en París, le ofrece en Madrid un puesto de redactor y comentarista de política internacional. El año siguiente contrae matrimonio con Consuelo Martínez Ruiz, hermana de Azorín.
Desde 1914 Ciges no había publicado ninguna obra narrativa, pero a partir de 1925, tras su regreso a las filas republicanas, da a las prensas, aparte de estudios históricos y biografías, varias novelas: El juez que perdió la conciencia (1925), Circe y el poeta (1926), La honra del pueblo (1926), El príncipe de Trapisonda (1927) y Los caimanes (1931). En 1933 su militancia en el partido de Azaña le llevó al cargo de gobernador civil de Baleares, y tras el triunfo del Frente Popular lo fue también de Santander, Lugo y Ávila. En esta última ciudad le sorprendió el golpe militar y fue fusilado por los sublevados en los primeros días de agosto de 1936.
Olvidada durante el franquismo, la obra literaria de Ciges entra de nuevo en escena con la reedición de Los caimanes en 1976 dentro de la colección “La novela social española” de Ediciones Turner. Posteriormente, entre 1985 y 1986, sus cuatro volúmenes de memorias fueron recuperados por el Instituto de Estudios Juan Gil-Albert de la Diputación Provincial de Alicante, y este último año todas sus novelas reaparecieron agrupadas en tres volúmenes dentro de la serie “Classics Valencians” de la Generalitat Valenciana (con introducción y notas de Cecilio Alonso, autor de una tesis doctoral sobre Ciges). Desgraciadamente, hoy es casi imposible encontrar estos libros en las librerías, y a pesar de estos encomiables esfuerzos editoriales, una obra de grata lectura y en la que se reconoce uno de los más vigorosos retratos literarios de la España de la Restauración no acaba de llegar a los lectores con la asiduidad que merece.
La obra de Ciges refleja en sus comienzos la polémica entre naturalismo y modernismo que enfrentaba a los escritores de la época. Su producción hasta 1906 está muy influida por esta última tendencia, y su barroquismo nos recuerda a veces las sonatas de Valle. Así arranca El vicario: “Había caído el último turbión, y el sol empezaba a fundir con su oculta llama la cóncava lámina plomiza, uniforme y triste que hurtaba el cielo, tiñéndola de leve matiz rosáceo por la región de Occidente.” El asunto que se nos presenta tiene sin embargo aquí ya un fin claro de crítica social, resultando la paradoja de que el aliento esteticista no lleva en este caso al distanciamiento y el refugio en algún mundo ideal, sino a reflejar la realidad en toda su dureza. El protagonista de la narración es el primero de una estirpe de personajes literarios a la que se incorporará después el Manuel Bueno de Unamuno, clérigos que se debaten entre la compasión por los oprimidos y la racionalidad del pensamiento positivo, y las oscuridades del cristianismo y su compromiso con un orden social injusto. Sus opiniones liberales llevan a D. Íñigo Interián de Barnuevo a un enfrentamiento con el pensamiento dominante que desemboca en tragedia cuando tiene la extrema osadía de abrazar a la mujer a la que ama y por la que es amado. La ferocidad de aquella sociedad levítica y oscurantista se expresa transparente en el linchamiento del protagonista que culmina la obra, cuando la exuberante prosa nos refiere cómo “sus grandes ojos sin vida miraba más fríos e impasibles que la muerte misma a la muchedumbre cruel, y de sus finos labios, contraídos en una mueca de infinito desdén, brotaban burbujas purpúreas, como si aquella boca altiva quisiera escupir su sangriento desprecio a la caterva insana de atormentadores.”
La venganza es una breve obra ambientada en una apartada región del norte de la provincia de Granada y describe con una estructura casi teatral los desgraciados amores de una campesina y un señorito que visita la zona. El desencadenante de la acción es un candidato en búsqueda de apoyos entre los caciques locales en vísperas de elecciones, con lo que apunta ya el que será tema esencial en la narrativa de Ciges. Las tradiciones y leyendas presentadas dan a la obra algo de estudio etnográfico y de drama telúrico. El estilo de Ciges ha evolucionado aquí ya formalmente hacia un realismo ajustado y preciso que no abandonará. Gestada en su primer exilio parisino de 1909, La romería se nutre de situaciones y personajes conocidos por él en Quesada (Jaén) y es una fábula de costumbrismo rural, a ratos esperpéntica, plena de humor y erotismo. Destacan en el reparto dos hidalgos sexagenarios, ex-capitanes carlistas por más señas, dos marquesas virginales y algo talludas, la hermosa Rubia, beldad aldeana que encandila a los hombres y por la que todos se pelean, un capellán rapaz y taimado, un maestro músico y poeta, un alcalde afeminado y un arcipreste presumido que paga para ser ascendido a comendador y adornarse con un soberbio manto pero termina aprendiendo en el final de la obra la infinita lección de la humildad. Todos acuden a la romería que en honor de la virgen se celebra como cada año en las estribaciones de la Peña Negra, agreste nido de águilas que domina la acción. En el relato de la fiesta popular hay también mucho de vodevil y de farsa pagana y no faltan jolgorios alcohólicos, reyertas, romances a la luz de la luna ni tampoco una milagrosa curación. Es ésta sin duda la novela más descacharrante y bulliciosa de Ciges, y su dibujo de una sociedad disipada y feliz en su fiesta tiene trazos precisos y está hecha con amor e ironía.
Villavieja compite con Jarrapellejos de Felipe Trigo, publicada el mismo año de 1914, por ser la más enjundiosa denuncia literaria del caciquismo rural en la España de la Restauración. Villavieja, como La Joya de Trigo, es una pequeña ciudad de la España meridional. En ella dos familias, Uldecoas y Obregones, se disputan el poder a la sombra de D. Dámaso Espino, el viejo cacique. Conocemos en la obra la ignorancia ociosa de los terratenientes que juegan en el casino y la amarga vida de los jornaleros que trabajan los campos, lidiando con el hambre. Un extranjero alojado en el pueblo sirve de contrapunto y discute a veces para defender un programa regenerador de justicia, cultura y trabajo organizado. Cuando Luis Obregón decide presentarse a las elecciones con un programa levemente progresista, es envuelto en turbias maniobras que dan con él en la cárcel. Al fin inevitablemente es derrotado: “Compra de sufragios, cambio de papeletas, resurrección de muertos, ‘embuchados’, avance de relojes, todos los artilugios que hacen de las elecciones españolas un capítulo de picaresca moderna, presenció aquel día Villavieja.” Vemos claro que jueces, policía y prensa al servicio del cacique hacen imposible cualquier progreso en una sociedad en la que la tergiversación es el pan cotidiano. Se diagnostica además un trasfondo de ruina moral donde el robo es tolerado y los gobernados que lo observan en los cargos públicos sólo aguardan a acceder a uno para hacer lo propio.
Tras el paréntesis que comentábamos antes, Ciges regresa a la narrativa en 1925 con El juez que perdió la conciencia, obra para la que se basa en su experiencia cuando en 1923 y a requerimiento de Rafael Gasset accedió a ser candidato cunero del partido liberal por el distrito de D. Benito. La novela es en verdad imprescindible para quien quiera conocer en detalle la maquinaria, la jerga y los rituales de las elecciones en la España de comienzos del siglo pasado. Ernesto Marsán, un acaudalado juez con un innato fondo de honradez, acepta concurrir a la lid y enfrentarse a Daniel Cepero, candidato conservador, por el distrito de Neblino, que Ciges sitúa en la España mediterránea. La acción describe las peripecias de la contienda con un realismo casi cinematográfico y tras el comienzo en un despacho ministerial nos lleva en seguida a la lucha sobre el terreno mientras va desvelando la red de clientelismos que tejían la estructura de Neblino y sus pueblos aledaños. Caciques y caciquelos, que aportan votos y demandan contrapartidas, propicios a cambiar de bando y prestos a todo tipo de corrupciones, son los personajes esenciales del drama. Negociaciones, pactos, amenazas, chantajes, sobornos y algún coscorrón jalonan una refriega electoral que nos permite conocer una espléndida galería de tipos ibéricos genuinos. Al fin, tras un reñido escrutinio, la lid termina casi en tablas y ve su desenlace anulado al poco tiempo por el golpe de Primo de Rivera el 13 de setiembre del mismo 1923. El eje de la obra es la transformación moral de Ernesto Marsán, atrapado al fin en la sordidez de la lucha, y parece transmitir la imposibilidad de cualquier progreso en una sociedad enferma hasta sus cimientos.
Con Circe y el poeta, Ciges abandona su temática más habitual y compone con los recuerdos de sus exilios parisinos las peripecias de Adolfo Lena, “revolucionario y poeta” casi imberbe, por el alcohol y las mujeres de la bohemia parisina. Sus amores con la menuda y hermosa Sara le sirven de inspiración para crear el poema genial que da título al libro, mientras sobrevive haciendo traducciones y se agrava la tuberculosis que lo lleva a la tumba al final de la obra. Éste coincide con el asesinato de Jaurès y el comienzo de la Gran Guerra, y en el caos de la evacuación, el moribundo Lena encomienda dos sobres a su amigo Quintín Sancho, ex-revolucionario de turbias andanzas, uno que contiene el manuscrito del poema y otro con cinco mil francos que han de asegurar su publicación. Lamentablemente, Sancho olvida recoger uno de los dos sobres…
Posteriormente Ciges acomete proyectos narrativos más breves destinados a la colección “La Novela Mundial” que su viejo amigo José García Mercadal dirigía en Madrid. Las dos primeras están en la estela de Circe y el poeta. La honra del pueblo nos cuenta cómo Julio Heredia, joven y afamado pintor, regresa a su pueblo para casarse con su prima Carmen a la que ama. El conflicto se plantea cuando ésta le obliga a separarse de Ernestina, la inseparable modelo y amiga de sus años difíciles en París, a la que debe la vida. La marcha de Julio con Ernestina del pueblo supone para él la renuncia a un gran amor, pero le libra de cometer una bajeza despidiendo de su lado a una persona a la que debe todo. La trama pone de manifiesto la gazmoñería secular de los pequeños pueblos españoles. El príncipe de Trapisonda es una intriga humorística sobre las correrías parisinas de un príncipe estafador, y el tercer relato, Prosperidad y ruina de un nuevo rico, presenta en realidad un anticipo de Los caimanes, la última gran novela de Ciges publicada tres años después, con la que éste regresa al análisis de gran calado de la sociedad española. Esta obra nos describe la ascensión de Ramón Castalla, un humilde huérfano convertido en empresario y enriquecido con los negocios que la Gran Guerra propició en nuestra piel de toro, y cómo una crisis financiera lo lleva a la ruina. Al lado de este personaje principal, águila de vuelo truncado, resultan esenciales, por su poder siempre prevaleciente, los caimanes del título, mandarines de una sociedad cerrada y recelosa que aprecia poco el trabajo y se regodea en las dichas del aparentar. Al final de la obra descubrimos cómo la inquietud industrial y comercial de Castalla sirve sólo para beneficiarles a ellos. Con su riqueza de ambientes, que retratan en conjunto un momento crucial de la historia europea, el ágil desarrollo de la acción, y un protagonista de extraordinario atractivo, tosco pero sagaz y talentoso, sacrificado al fin a la torpe envidia ibérica, esta novela compite con éxito con lo más enjundioso de la narrativa de la época y constituye un remate espléndido de la producción de Ciges.
En la edición de la Generalitat Valenciana, un minucioso trabajo de investigación sirve a Cecilio Alonso para mostrar en sus notas los personajes reales en los que Ciges se basó para construir sus caracteres novelescos. Descubrimos así un tanto sorprendidos cómo casi tras cada uno de éstos se esconde algún contemporáneo del autor, del que éste se sirvió para tejer la ficción. Hay ocasiones incluso en que Alonso se ve obligado a anotar y corregir erratas en las que Ciges menciona a los personajes por su nombre verdadero. Gentes de las tierras de España, reales como la vida misma, nos aguardan así en las páginas de un escritor que tal vez consideraba que la imaginación puede ser demasiado peligrosa cuando la obra literaria pretende tener el valor de testimonio de un retrato del natural. Leer a Ciges es hoy sin duda una de las formas más gratas que tenemos de acercarnos al entramado social de la España de hace cien años.
Tras debatirse en los comienzos de su trabajo literario entre el esteticismo modernista y la necesidad de un estilo ajustado que sirviera de análisis y exorcismo de una realidad implacable, Ciges encontró rápidamente su camino, acertando a construir un insustituible retrato del tiempo que le tocó vivir. El impulso del que nace su obra nos lo confiesa en una reseña de Alma de Manuel Machado publicada en 1902, cuando tras reconocer lo quimérico de pretender mejorar la sociedad por medio de los libros, afirma con inquietud budista: “Si el dolor es lo más real del mundo ¿por qué no sentir conmiseración por todo lo que vive y sufre? ¿Quién podrá ser mejor intérprete del dolor universal que el poeta?…”